Mis inmortales del cine
Por TERENCI MOIX
SARA MONTIEL
DESPUÉS de
aportar al cine español el personaje de mayor raigambre popular desde Imperio
Argentina, Sara Montiel se convirtió en la estrella por antonomasia, un
prototipo universal que ha ido desapareciendo de la pantalla, en detrimento del
cine como ritual. Junto a Elizabeth Taylor –a quien tanto respeta-, la Montiel
es seguramente la única que continúa manteniéndose en idéntico rango y dentro
de las mismas exigencias. Es Saritísima. La máxima. Una categoría que nadie
puede negarle.
Como todo el
mundo sabe, entró en la leyenda de manera casi accidental, imponiendo en la
expresión olvidada de los antiguos cuplés un estilo personalísimo, discutido
acaso, pero que traspasó todas las barreras para convertirse en un auténtico
suceso nacional. Aquella cupletista de belleza inolvidable no hacía sino
consagrar en nuestra época un ejercicio tan antiguo como el mundo; ejercicio
que han practicado de distintas maneras los hombres y las mujeres que siempre
supieron ganar el corazón del público. Sara practicaba a la perfección el
antiguo “arte de gustar”, y tanto gustó que la condecoramos con un lugar
insustituible en nuestros recuerdos más hermosos. Valor de ley en realidad,
pues las condecoraciones que recibió Sara Montiel siempre vinieron del público
y no de arcas más dudosas. Como a las verdaderas estrellas, a Sara la hizo el
público. Y mi generación tuvo una parte importantísima en el nacimiento de su
culto, incluso en sus aspectos más camp, pues
de todo hay en la viña de esta diva.
Saritísima
provocó una profunda impresión en dos etapas muy distintas de su vida
profesional. La primera fue como mora tentadora, en nuestra infancia de cine de
los sábados, la segunda, como cupletista de inesperado erotismo, en nuestra
adolescencia de los años cincuenta. En el primer caso se llamaba Aldara, en el
segundo, María Luján. En ambos entró a saco en nuestra educación sentimental y
se instaló en ella a título vitalicio.
Se ha repetido a
menudo que Sara Montiel llevó el erotismo al cine español, y esto por sí solo
ya merece un monumento. Es más: lo habría llevado a cualquier cinematografía,
incluso a las más liberadas, porque ha sido una de las mujeres más bellas del
séptimo arte y, sin discusión, una de las más fotogénicas. El director Jorge
Grau, a quien Sara echó del rodaje de Tuset
Street, escribió sobre sus virtudes como animal cinematográfico: “Gracias a
su experiencia americana, no es dominada por los focos ni la cámara ni por la
responsabilidad del primer plano; al contrario, es ella la que domina esos
elementos y los usa eficazmente para dar de sí cuanto tiene, para esconder su
cortedad expresiva tras la sexualidad de su mirada.” En cuanto al actor galo
Maurice Ronet, declaró: “Volver a trabajar con Sara siempre es un placer. No
sólo es una de las mujeres más bellas del cine mundial, sino una profesional
consciente de sus deberes con el público. Y una estupenda compañera.”
Fue la suya una
guapeza que caía bien a las señoras, generalmente con la ayuda de argumentos
que servían a sus intereses sentimentales. Al mismo tiempo tuvo un sex appeal que complacía a los
caballeros, por mantener un punto de contacto con las realidades carnales más
tradicionales, más dignas de crédito. Menos desfiguradas. Era, es, la real
hembra, la belleza de la tierra, el impacto genuino al que ni siquiera la
sofisticación consigue desposeer de su arrolladora fuerza primordial. Estos
serían los dos pilares sobre los que se sostendría el mito Montiel, más allá de
sus valores artísticos. Pero no olvido otros dos pilares fundamentales, que se
han ido fortaleciendo con los años mientras torres aparentemente más seguras se
deslomaban en menos tiempo. Por un lado, la selección de historias que halagan
en todo momento el gusto de la mayoría; por otro, un público fiel que forma
parte de la minoría homosexual y se dirige hacia su ídolo con el mismo espíritu
de adoración que el de los Estados Unidos lo haría con Mae West, Ethel Merman o
Judy Garland.
Pero está por
encima de todo Sara Montiel, que es probablemente otra cosa. Está Sara Montiel
y su apoteósica irrupción dentro de un cine que en la segunda mitad de los años
cincuenta todavía era el más puritano de Europa.
Así las cosas,
llegó ella, desafiante y ofrecedora a la vez; la Sara de escotes que provocaron
la intervención de varios censores durante cada rodaje; la del tono canalla al
susurrar Fumando espero y Es mi hombre; la de la mirada
devoradora, capaz de esclavizar al público como estaba esclavizando a sus
galanes Femme fatale, hembra
apasionada, vampiresa con resabios de chulapona, nada faltó en la creación de
un personaje que además debía ser tierno, fiel y simpático. Con sus cuplés como
regalo masivo, Sara Montiel se convirtió en una señora muy importante. Una
señora como pocas, poquísimas, ha tenido el cine mundial. Pero conviene
recordar que no fueron estos sus comienzos.
Pizpireta de posguerra
Empezó como una
adolescente monísima que debutaba en el cine con el nombre de María Alejandra.
Así aparecía en 1942, vistiendo todavía calcetines cortos y arreglando una
bicicleta, en un ejemplar de la revista Cámara.
Más adelante, el equipo valenciano de la Triunfo
se preciaría de ser su verdadero descubridor al bautizarla con su nombre
definitivo. En cualquier caso, estas anécdotas pertenecen a la prehistoria del
mito, algo que escapa a los estrechos límites de un artículo para la Prensa.
Apareció como
una precoz vampiresa rubia en títulos como El
misterioso viajero del Clipper (1945), Empezó
en boda (1944), Confidencia (1947),
con Julio Peña, y Vidas Confusas (1947),
con Enrique Guitart. Todavía rubita, pero menos platinada, encantó como una
damita española que coqueteaba con los voluntarios de la guerra de Cuba en Bambú (1945), vehículo de Imperio
Argentina dirigido por Sáenz de Heredia, y error de ambos. En todas esas
películas, Sarita lució con simpática eficacia la máscara de pizpireta,
imitación de las rubias americanas, encarnación de la “chica topolino”. Cambió
de máscara para ser la sobrina del cura en el justamente ponderado Don Quijote de Rafael Gil y, siempre
bellísima, fue la cupletista Lula que escucha las confidencias del viudo Rius
en Mariona Rebull, acertada
refundición de las dos grandes novelas de Ignacio Agustí a cargo de Sáenz de
Heredia. Y antes de acceder al espaldarazo de la pasión, todavía fue la
indiecita que se deja evangelizar por Fernán-Gómez en La mies es mucha 1948), otro Sáenz de Heredia infinitamente menos
soportable que el anterior.
La señora
importante que acabaría por ser Sara Montiel se insinuó de manera poderosa en
la mora Aldara de Locura de amor,
donde sus tête-à-tête con una Aurora
Bautista en reina trágica tuvieron el valor de conmover a las plateas, porque
imponían la presencia de la hembra pasional en aquel cine nuestro que si por
algo se distinguió fue por ser el más asexuado de cualquier historia. Como doña
Juana, más o menos.
No estaban los
tiempos para pasiones carnales, y una Sara Montiel que había cosechado un
impresionante éxito personal incordiando en un mesón de Tudela todavía no
encontró vehículos a su medida. Pero sí pudo aparecer en el papel de cortesana
respondona en aquellas Pequeñeces del
padre Coloma que Juan de Orduña convirtió en uno de los superespectáculos más
escandalosos de la época. Una Sara Montiel que ya aparecía dispuesta a echar
por los ojos toda la tentación que las cámaras estaban pidiendo a gritos hizo
un par de películas más, cogió las maletas y se fue a México. Después de Locura de amor, el cine español se le
había quedado pequeño.
La guapísima chamaca
En el cine
mexicano, las tentadoras gozaban de una cierta prosperidad, como demuestra una portada
del semanario Cine Mundial, con una
Sara en actitud tanto o más “sexy” que la que en aquellos mismos años pudiesen
exhibir las maggiorate italianas más
descocadas. Y, desde luego, en belleza no tenía que envidiar a ninguna, antes
bien sobrepasaba a muchas.
Debutó en
México, honrosamente escoltada por Pedro Armendáriz y Arturo de Córdova, en la
versión autóctona de un “pseudo-western” que paralelamente rodaba Verónica Lake
en versión yanqui: Furia Roja (1950).
Vieron los mexicanos que Sarita encajaba en el tipo étnico exigido por su
público y la colocaron como pareja de un ídolo de la canción de la categoría de
Pedro Infante, primero en la comedia costumbrista Necesito dinero (1951), después para dos títulos consecutivos: Ahí viene Martín Corona (1951) y Vuelve Martín Corona (El Enamorado, 1951), donde era la india
canzonetista española que se convierte en el gran amor del héroe. Lentamente,
le cambiaron el estilo, ajamonándola debidamente para que encajase en el tipo
de las mujeres fatales, y de tal guisa fue aprovechada en folletines bastante
inmundos, al estilo de Piel canela (1953),
Yo no creo en los hombres (1954) o La ambiciosa (1954). Después de haber
sido la alegre chaparrita de Pedro Infante fue chica descarriada, madre
soltera, mestiza despreciada por galanes achulados, ladrona de maridos ajenos,
cómplice buena de “gangsters” aztecas y cuantos papeles se terciasen para una
chamaca que en España sólo había podido enseñar los hombros bajo la coartada de
los vestidos de noche en salones decimonónicos.
Durante su
estancia de cuatro años en México, Sarita se convirtió en una de las estrellas
más populares de aquella cinematografía. Y un periódico italiano proclamaba:
“También los mexicanos quieren tener su Marilyn Monroe. Por el momento han
elegido a esta actriz de veintiún años llamada Sarita Montiel.”
Aquella elección
implicó indudablemente un encasillamiento del que sólo podía sacarla un nuevo y
gigantesco paso en su carrera.
Aquella Aldara inolvidable de Locura de amor, ¿dónde estaba? Hollywood se fijó en ella, como es sabido, pero fue buscando el reclamo de su experiencia mexicana. Volvía a ser una avispada chamaquita –una “mexican spitfire”, según la publicidad- en un excelente filme de aventuras que enfrentaba a dos titanes del cine con el eslogan: “Batalla de gigantes.” Huelga decir que se trataba de Burt Lancaster y Gary Cooper. Una Sarita desbordante de belleza y dinamismo fue la pareja de Cooper, y aunque en el reparto iba precedida por la francesa Denise Darcel, en la pantalla se la comió viva sin la menor dificultad. Las fotos del cuarteto protagonista recorrieron el mundo y en la actualidad constituyen un material codiciado por los coleccionistas.
Casi cuarenta
años después de Veracruz, Sara
todavía guarda celosamente el guión de rodaje, en cuyas páginas iba anotando
sus correcciones fonéticas y pegando fotos que tomaba durante sus ratos libres.
De esta época data su famoso aprendizaje técnico, tantas veces citado por
defensores y detractores, y que justifica el dominio de luces y planificación
de que hizo gala en su segunda etapa de su carrera española. Si estos
conocimientos técnicos son ciertos, no sería ajenos a ellos la presencia en su
vida de un director tan reputado como Anthony Mann.
En la Warner, y
después en la R.K.O., rodaría sus otros dos títulos hollywoodienses en los que
su físico reclamaría de nuevo el equívoco étnico: así volvió a ser mexicana en Dos pasiones y un amor, junto a Mario
Lanza, y después, india piel roja en Yuma,
junto a Rod Steiger. Tan encasillamiento en el mestizaje no fue culpa de Sara
ni demuestra que ella en la Warner no pudiera hacer con éxito algunos papeles
de una Yvonne de Carlo o incluso una Ava Gardner. Entramos así en el famoso
racismo que ha afectado a todas las estrellas latinas importadas a Hollywood y
confinadas a papeles estereotipados en virtud de sus características étnicas. Y
éste fue un yugo del que no pudo salvarse ni la gran Dolores del Río,
encabezando una extensa lista de latinos y latinas que fueron flor de un día en
el cine americano: Vittorio Gassman, Linda Cristal, Pina Pellicer, Miroslava,
Fernando Lamas, Ricardo Montalbán –bien que éste encontró su propiedad en el
teatro-, George Chakiris y tantos otros.
La bomba Montiel
De la huella que
aquella Sara juvenil dejó en sus compañeros dan prueba fehaciente unas
declaraciones de Mario Lanza: “Sara Montiel es muy carina y brava. Para Serenade la descubrí de la siguiente
manera: estaba mi hija Coleen mirando una revista y de pronto, al verla dijo:
“Es la mujer más guapa que he visto en mi vida.”
En 1957, una
Cifesa que ya no era aquella gran marca que Sara dejó antes de irse a México,
anunciaba en su lista de material El
último cuplé, y como reclamo la siguiente frase: “Con Sara Montiel, famosa star de Hollywood.” Pero lo cierto es
que nadie creía en aquella película y menos que nadie la propia Sara, quien
regresó a Hollywood con las 100.000 pesetas que había ganado por hacer de María
Luján y convertida en esposa del director Anthony Mann.
Durante el
rodaje había ocurrido un hecho que se revelaría providencial en la carrera de
Sarita: al negarse doña Concha Piquer a doblar los cuplés, ella y Orduña
decidieron correr el riesgo, aunque es preciso recordar que Sara ya había
cantado en sus películas mexicanas, pero ahora se enfrentó al cuplé y el
resultado ya forma parte de la historia y la leyenda del cine.
La fiebre del cuplé
Dígase lo que se
diga, el cuplé era un género muerto cuando Sara lo devolvió al primer plano de
la actualidad nacional. Aunque en el teatro y las variedades hubo intentos
anteriores de resucitarlo, según testifican tratadistas como Álvaro Retana y
Ángel Zúñiga, lo cierto es que su estética quedaba muy lejos de las nuevas
generaciones. Sin demérito de otras excelentes cantantes –ahí están las siempre
extraordinarias Olga Ramos y Lilián de Celis-, la voz pastosa de la Montiel fue
la verdadera transmisora de una forma nueva de decir el cuplé y de llegar al
público. Ello no evitó que la divina Raquel Meller rompiese su silencio para
ponerse contra la intrusa: “Además de imitarme y cantar mis canciones, Sara
Montiel tiene voz de sereno.”
Al caer sobre
España el segundo soplo del huracán Montiel, el recuerdo de la “spifire” de Veracruz se había evaporado. A partir de
entonces, la imagen de Sara permanecería relacionada con el mundo del cuplé y,
por extensión, con el melodrama pasional.
La lluvia de
cupleterías fílmicas, teatrales y radiofónicas que se precipitó sobre España a
partir de 1957 constituye un fenómeno nostálgico que está por estudiar. Al
socaire de Nena y del Ven
y ven, una debutante con grandes posibilidades llamada Lilián de Celis –de
quien se dijo que tenía la voz más apta para el cuplé de la Montiel- cantó
todos los cuplés que pudo en un programa de radio que se hizo famoso. Los
repitió después en el filme Aquellos
tiempos del cuplé, de corte satírico, mientras grababa en larga duración
las canciones de El último cuplé que
no había cantado Sara.
Siguiendo la
racha de la nostalgia, Marujita Díaz, además de imitar penosamente a Guilietta
Massina en Pelusa, se dedicó a imitar
a la Montiel, alternando sus imitaciones con un movimiento de ojos rotativo y
picarón que utilizó hasta la saciedad en títulos como… Y después del cuplé y La
corista.
La inmensa Nati
Mistral prestó su voz a María Félix en La
bella Otero, mientras esperaba la oportunidad cinematográfica que su genio
merecía. Emma Penella hizo de cupletista en La
guerra empieza en Cuba; Lola Flores, en una colaboración en Las de Caín; Alberto Closas y Silvia
Pinal se metieron en los felices veinte para Charlestón; la mismísima Mary Santpere llevaba al cine su ingeniosa
parodia de los cuplés en un filme medio cómico medio folletinesco (Miss Cuplé), e incluso la bellísima
Mikaela intentó alcanzar la popularidad con recursos propios de la Montiel en
una comedia de Jesús Franco llamada Vampiresas
1930. Por su parte, Juan de Orduña rodaba Música de ayer, que se lanzaba como “la película hermana” de El último cuplé, con intenciones parejas
trasladadas al mundo de la zarzuela.
Al año
siguiente, en la revista Triunfo, el
genial Mingote proponía una falla valenciana que representaba al cine español.
¡Todo el mundo cantaba cuplés!
Pese a que las
películas citadas y otras muchas evocaban la “belle epoque” o lo que los
productores entendían como tal, ninguna llegó a alcanzar el éxito de El último cuplé, ni sus estrellas
conocieron el nivel de adoración popular que obtenía Sara. Su éxito culminaba
con La violetera, una producción
mucho más cuidada que la anterior, junto a un galán internacional –Raff
Vallone- y la astuta dirección del argentino Amadori.
No podemos
olvidar que el encasillamiento a que se vio sometida la carrera posterior de
Saritísima tiene connotaciones decididamente económicas. A ningún productor, ni
a ella misma, interesaba una Sara que no fuese un fiel reflejo de los éxitos
obtenidos. Tal condicionamiento, estrechamente ligado a la ley de la oferta y
la demanda, decretó que durante años su filmografía se mantuviese sujeta a unos
cánones invariables. Porque si el mito Montiel nació para quedarse fue a
condición de tener todos los recursos asegurados, todas las piezas probadas,
sin la menos concesión a la espontaneidad. En cierto modo era lógico, porque,
si bien se mira, nadie pensó en promocionar a la Sara anterior a los cuplés, ni
siquiera a la que había pasado por Hollywood. Ella misma lo reconoció en unas
declaraciones no exentas de amargura y acaso de rencor: “Después de Veracruz regresé
a España, quedándome medio año en Madrid. Pues bien, ni un solo productor me
dijo nada; seguía el desconocimiento de mi persona. Tanto es así que en la
fiesta de la cinematografía de aquel año ni se me cursó invitación, y cuando, a
pesar de todo, yo llegué a la sala del brazo de mi marido, apenas se fijaron en
mí y no se me llamó a los micrófonos. Pero no digo esto con ánimo de reproche,
ni mucho menos. Quiero ser sencilla y lo comprendo, y cuando una cosa se
comprende, se perdona. Yo no había tenido ocasión de hacer nada para que no se
me siguiera considerando del montón.”
Gran estrella
Dos años
después, la situación cambiaba radicalmente. Sara no sólo salía del montón:
además se situaba en una cumbre nunca alcanzada por figura alguna del cine
español. En el Festival de San Sebastián de 1958 batía el “record” de firma de
autógrafos: cincuenta minutos dándole al bolígrafo. Fulgurantes presentaciones
personales en Argentina, México, Cuba y otros países de habla hispana. Llegadas
a Barajas en olor de multitudes. La Gran Vía madrileña, bloqueada en cada uno
de sus estrenos. Es decir, las salidas públicas de la Montiel se convertían en
una institución. Y cuando, en 1964, divorciada ya de Anthony Mann, Sara se fue
a Roma para contraer matrimonio con el industrial Vicente Ramírez Olalla, el
mismísimo fray Justo Pérez de Urbel celebró el oficio y éste recibió una
cobertura informativa completamente desacostumbrada.
Consciente ella
misma de que su éxito estaba en el género que la había encumbrado, Sara rechazó
en aquella época algunos títulos importantes. Entre ellos recordamos: El Cid, cuya Jimena acabó haciendo Sofía
Loren; La tirana, que hizo Paquita
Rico; La guerrillera de Villa y La venganza, que fueron para Carmen
Sevilla, e incluso La esclava libre (Band
of angels), que la hubiera emparejado con Clark Gable.
Llegó a decirse
que Rafael Alberti le estaba escribiendo una adaptación de La gitanilla, de Cervantes, en supuesta coproducción
hispano-soviética. También se dijo que debía rodar en Rusia un filme sobre la
gran Catalina. Entre tantos proyectos frustrados, lo realmente cierto es que
durante años Sara acarició la idea de protagonizar la Doña Bárbara, de Rómulos Gallegos.
Mucho se habló
de su desagradecimiento hacia Juan de Orduña, su verdadero descubridor para el
cine. Los rumores se basaban en el rechazo de Sara a protagonizar La tirana, película que en cualquier
caso resultó un desastre artístico y un fracaso en taquilla. Años después, la
estrella y su descubridor estuvieron en tratos para una nueva versión de un
título canónico de Juanita Reina: La Lola
se va a los puertos. Orduña, que en aquella época estaba dirigiendo algunas
zarzuelas para TVE, murió sin ver realizado su proyecto. Sara le despidió con
una emotiva carta publicada en Nuevo
Fotogramas: “Tu paso por la vida fue algo así
como este impulso maravilloso que todos los de nuestra profesión esperamos. Y
yo lo recibí de tus manos y en unas condiciones de trabajo en que sólo un
hombre de tu talento y sensibilidad podía ser capaz de llevar a cabo la obra
emprendida y en la que nadie, absolutamente nadie, sólo tú y yo, tenía fe: El último cuplé. Pero tú ya antes me
había dado otra oportunidad, fue en Locura
de amor, y también en contra de la opinión de cierto sector que no me veía
a mí en el papel de princesa mora. Y también me impusiste.
Mis
palabras quizá parezcan apasionadas, no me importa; responden a mis
sentimientos de gratitud y de reconocimiento. Juan de Orduña, el cine español
está en deuda contigo por toda tu obra, por toda tu creación. Yo, tu “nena”, lo
estaré toda mi vida, como parte integrante de nuestro cine y muy particularmente
porque gracias a ti, sólo a ti, soy Sara Montiel.”
Para ser
plenamente aquella Sara Montiel que ya era invocada como un mito, la diva se
escondió tras un estilo y unos argumentos que la obligaban a no moverse de su
sitio.
Habíamos
asistido al triunfo de un personaje. Lo que siguió ya fue un círculo vicioso.
Títulos como Mi último tango (1960), Pecado de amor (1961), La bella Lola (1962) o La reina del Chantecler (1963) hicieron
la fortuna de los productores, pero lamentablemente la insistencia provocó el
agotamiento, y otros filmes como Samba (1964),
Noches de Casablanca (1964) y La dama de Beirut (1965) demostraron que
la carrera comercial del mito estaba en peligro, si bien su vigencia permanecía
intacta. Lo prueba la expectación creada en torno al rodaje de Tuset Street, frustrado intento de la
propia Sara por colocarse en la órbita de los años sesenta.
Con menos
esnobismo volvió al melodrama más salvaje en el que fue paradójicamente su
filme mejor acabado, gracias al talento de Mario Camus: Esa mujer (1969). Y el mismísimo Juan Antonio Bardem aceptó
“intentar” la aventura comercial convirtiendo el guión de su magnífico drama Cómicos en un pseudomusical al servicio
de Sara que se llamó Varietés (1971).
Mito viviente
El título
anterior todavía funcionó bien en las taquillas, pero no ocurrió lo mismo con
la comedia de corte picarón Cinco
almohadas para una noche (1974), última aparición de Sara Montiel en las
pantallas. Desde aquella fecha se ha especulado a menudo sobre su posible
reaparición. En un momento determinado, Sara se prendó de los valores de la
nueva generación y así surgieron proyectos con Pedro Olea y Eloy de la Iglesia
que nunca se realizaron. Más recientemente se habló de Pedro Almodóvar, pero la
reaparición cinematográfica de la Montiel sigue siendo una utopía.
Paralelamente a
su retiro del cine se produjo el nacimiento de una Sara “show-woman”,
circunstancia a la que sin duda no es ajena la aparición en su vida de José
Tous, que en adelante se convertiría en promotor de sus espectáculos.
Los tiempos eran
otros, las necesidades, distintas; pero la Sara que varios países contribuyeron
a mitificar continuaba manteniendo la llama del espectáculo como institución y
de su presencia como acontecimiento. Atendiendo a esas características de
expectación continua, que Sara mantiene a través de los años, quien esto
escribe la bautizó hace algunos años con el apodo de “Saritísima”. Y valga el
superlativo a la manera italiana, que sirve no sólo como tributo, sino también
como mote cariñoso que familiariza a la artista con vastos sectores de público
y en casos concretos con toda una generación. Sin ir más lejos, a la más famosa
de sus “vedettes”, Wanda Osiris, la bautizaron los italianos con el superlativo
de “Wandísima”.
La publicidad de
uno de sus espectáculos teatrales decía: “Recibiendo a Sara Montiel recibimos a
un mito viviente.” No existe la menor razón para no suscribirlo, habida cuenta
de la adoración que continúa despertando, no en el cine, que fue su imperio, sino
en la suprema inmediatez del teatro, donde este contacto con el público siempre
da una mejor idea de la permanencia de su personalidad y su atractivo. Y como
fue precisamente al público quien condecoró a Sara con el epíteto de “mito
viviente” y otros de muy hermosa memoria, no vamos a llevarles la contraria.
Después de todo, El último cuplé es
un título de oro en esa Crónica
sentimental de España que invocó Vázquez Montalbán. Y Sara Montiel es y
será siempre la crónica y el sentimiento vivo de millones de españoles.
Terenci MOIX
EL RECORTE CCCLVII
Paralela a su vida profesional estaba la faceta personal. En 1992 se cerraba para ella la etapa más estable de su vida. La enfermedad y el posterior fallecimiento de Pepe Tous fueron un duro golpe. Así comenzaba el trágico destino del marido de Sara. Se vislumbra en este artículo de la revista Lecturas de 3 de julio de 1992.
Pepe Tous
se recupera de su reciente operación
Pepe Tous fue
operado a mediados de mayo en el Hospital de Barcelona por el doctor José Vidal
y su equipo. Ahora, cuando está casi restablecido, el marido de Sara Montiel ha
querido contar a nuestra revista el motivo de esta intervención:
“He preferido sentirme bien del todo
y por eso he esperado este tiempo”, comienza explicándonos.
Pepe y Sara
posan felices ante nuestro fotógrafo en un descanso de la última grabación del
programa “Ven al Paralelo” que se graba en el teatro Arnau de Barcelona.
Sara, ya
recuperada del susto que le produjo esta intervención de su marido comenta: “Uf, no te puedes imaginar el miedo que pasé. No era
grave, pero ver a Pepe en una camilla cuando le bajaron al quirófano, pensé que
era el final, que el mundo se me venía abajo. Gracias a Dios que todo ha salido
bien”.
-¿Cómo te
encuentras en estos momentos? –preguntamos a Pepe.
-La verdad es que me encuentro
mejor, estoy un poco más delgado, pero eso se debe a los días que pasé en el
sanatorio. He salido de una intervención quirúrgica muy prosaica y por ello,
tratar el tema me sonroja un poco, porque el doctor Vidal me ha operado de
hemorroides internas altas. No ha sido una operación grave, pero sí te puedo
decir que el posoperatorio es muy molesto.
-Me figuro que
ahora no te exigirán un tratamiento especial, pero sí cuidado en la
alimentación, ¿no?
-Sí, lo malo ya pasó, como te dije
anteriormente. Ahora no hago ningún tratamiento especial, solamente me han
dicho los doctores que no coma cosas fuertes, ni picantes.
-¿Cómo reaccionó
tu mujer cuando se enteró de que tenías que entrar en el quirófano?
-Pues imagínatelo, con bastante
miedo y muy nerviosa, menos mal que tenía que grabar y como ella es una gran
profesional siguió adelante. Todas las intervenciones quirúrgicas son
complicadas y a nadie le gusta entrar en un quirófano.
-¿Qué hicisteis
con vuestros hijos?
-Coincidió que estaban con los
exámenes. No era cuestión de distraerlos. No los hemos querido traumatizar
demasiado. Sobre todo la semana que yo pasé en la clínica. Cuando ya me
encontré en casa fue cuando les dijimos que me había operado y que no hacía
falta que viniesen aquí, porque lo importante en estos momentos es que terminen
todos sus exámenes.
-¿Todavía tienes
molestias?
-Ahora me siento mejor, de todas
formas en casa me tienen siempre preparado un cojín para el sillón.
-Pepe, ¿cuándo
finaliza “Ven al Paralelo”?
-Creo que sobre el 11 de julio,
ahora hemos terminado las grabaciones y entonces aprovecharemos para trasladarnos
a nuestra casa de Palma con nuestros hijos y descansar.
BARCELONA. Chelo García-Cortés
Fotos: Lluís Bou
LA FOTO CCCLVII
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