viernes, 8 de octubre de 2010

ECRAN - 15 DE JULIO DE 1955 -Chile



En este número, como en otros de la misma revista o de otras, Sara aparece exclusivamente en la portada. Ecran, en concreto, es la revista internacional de cine de Chile. 




EL RECORTE IV



En este número de la revista Interviú, de 10 al 16 de Octubre de 1984, encontramos una extensa entrevista a nuestra estrella realizada, nada menos, que por el gran nobel Camilo José Cela. El diálogo entre estos dos colosos es para disfrutar.





SARA MONTIEL, LA VOZ QUE DESTILA ESTROGENO


 Sara Montiel, o sea, Abad Fernández, María Antonia, hija de Isidoro y de Vicenta, natural de Campo de Criptana, provincia de Ciudad Real, donde nació el 10 de Marzo, santos Cayo, Codrato, Anecto, Simplicio y Droctoveo, de 1928, el año en que murió Vázquez de Mella, se publicó el Romancero gitano de García Lorca y se estrenó el Bolero de Ravel, es una de las mujeres más cachondas del occidente europeo, gracias sean dadas a Dios y dicho sea con todos los respetos.
-Antonia, no te agaches que se te dispara el escote.
-¡Ay, hijo!
Por la mar abajo se pintan las velas de los veleros, los barcos que jamás llevan prisa.
-Antonia, no cruces las piernas que te restallan los muslos.
-¡Jesús, estos hombres!
Por el aire vuelan los aeroplanos a chorro cagando centellas y pintando surcos de algodón en rama.
-Antonia, no te pongas a contraluz que me da bizquera.
-¡Anda y mira para otro lado, a ver si te vuelve la serenidad!
Un niño en bicicleta por la cuesta abajo es siempre un peligro público.
-¿Cómo las motos, pongamos por caso, o sea un suponer?
-Pues sí, una cosa así; fíjese en que las palomas torcaces van siempre de huida y como disimulando.
Por el camino se levanta polvareda hereje que zurra a los turistas en calzón corto. ¡Que se jodan y bailen!
-Antonia, estate quieta que me viene.
-¡Pues aprovecha, hombre, aprovecha, que a la ocasión la pintan calva!
Roca Fuster pintó a Antonia desnuda en un cuadro de mucha lección y aprovechamiento; también hubieran podido pintarla Rubens en la pura pelota picada, o Ingres bañándose, o Boticelli haciendo equilibrios sobre la concha, o Velázques mirándose en el espejo, o Goya recostada en la cama, o Renoir peinándose o cualquier otro con alguna afición; la cosa no hubiera tenido mayor mérito porque, ¡Dios, qué ojazos y qué bullarengue, qué tetamen, qué caderamen, qué muslamen! ¡Si no parece de verdad! Hace ya muchos años, una tarde que fue al seminario de San Miguel de Orihuela a llevarle algo de comida al preso Miguel Hernández, el poeta le preguntó a la madre: Esta niña, tu hija, ¿es de verdad? Antonia sigue sin parecer de verdad y cuando habla, se distancia todavía más de este bajo mundo.
-¿Y cómo habla?
-No sabría decírselo pero, cuando la voz le resbala por la garganta, los corazones se abaten, la sangre se acelera en las venas y los cipotes se sublevan.
-¿Cómo cipayos?
-Pues sí, una cosa así, o como circasianos verriondos, que son tan difíciles de sujetar.
Estrógeno, como su nombre indica, es la sustancia que provoca el estro. Y estro, del latín oestrus y éste del griego oistros (transcribo en caracteres del alfabeto latino por eso de que se me entienda), tábano y también delirio profético o poético, vale por ardor sexual de los mamíferos.
-¡Jo, qué señor más culto!
-Así es, gentil mocita, y observe usted que, al lmodo de que lo cortés no quita lo valiente, tampoco lo etimológico resta ni merma la vocacional calentorro.
Antonia va vestida de blanco hasta los pies y con un traje vaporoso y que se abre por todas partes. Antonia va descalza y coronada de buganvillas de color ciclamen, naturales y frescas. Antonia no lleva sostén ni falta que le hace y enseña las manos –lo único no perfecto de toda ella- cubiertas de brillantes y esmeraldas, supongo que también de rubíes, zafiros y otras gemas solemnes y variadas. Antonia es una mujer irreal y rutilante y nada me extraña que sus criados, de tanto en cuanto, se mareen y la desvalijen. 

 -Contigo hay dos posibles formas de conversación, Antonia: a tumba abierta o con salvavidas, en los cueros vivos o preocupándose por nadar y guardar la ropa, tú dirás. Como me gustas más que el pan frito y como te admiro igual que un quinto que lleva cerca de una semana sin cascársela, declaro que bailaré al son que toques y te confieso mi idea de que cualquiera de las dos formas puede ser buena o mala.
Antonia me mira, no sé si con estupor o con curiosidad, y me habla con mucho sentido común.
-Tú pregunta y ya veremos lo que sale.
-Sí.
La casa de Antonia está aquí, en Palma de Mallorca, pasado el caserío de Génova, a más de media ladera del monte de Na Burguesa, sola y bien situada, con la ciudad a la izquierda y allá abajo, la bahía enfrente y todo el aire alrededor.
-¿Todo el aire del mundo?
-Casi. Desde la casa de Antonia se ve el palacio de Marivent y se pueden contar los barcos de guerra de Porto Pi; hace algo de calina y la isla de Cabrera se desdibuja camino de África.
-He tenido que separar los perros porque el otro día a poco más se matan.
-Tú sabrás, yo los hubiera dejado hasta que uno de los dos tomara el mando; es la política que sigo con los míos y, ya lo ves, me va bien.
-¡Es que me da como reparo! ¿Y si se matan?
-Sí; eso pasa a veces.
Antonia tiene dos perros de pastor del país, dos cans de bestiar mallorquines, negros y fieros, los dos machos y uno viejo y el otro joven; la pelea es inevitable y, por muchas precauciones que se tome el ama, algún día se encontrarán y se matarán, es la ley de vida.
-No me lo digas.
-No, mujer; a lo mejor no son más que figuraciones.
Por dentro de la casa de Antonia también hay algún perrillo faldero, quizá sea uno sólo, minúsculo, simpático y triste, al que consigo no pisar en toda la tarde. En la casa de Antonia hay un marido, dos niños, tres o cuatro perros, cinco o seis gatos, dos canarios, gallinas, tórtolas… El otro día se le sublevó el servicio –los unos por los otros y la casa sin barrer-, se quedó sola, se lió la manta a la cabeza, se fajó con todo y allí no pasó nada. Se es o no se es. La casa de Antonia está poblada de vitrinas con mil objetos en su interior, todos  curiosos; quizá sean recuerdo de sus viajes por medio mundo, por más de medio mundo.
-El otro día hizo quince años que enterré a mi madre, fue en el 1969. Estaba en Rusia cuando me llamaron, me puso un telegrama el doctor Epeldegui; la enterré el día de Santiago Apóstol, parecía que la pobre estaba esperándome para morir…, murió relativamente joven, a los sesenta y tres años…, tenía cáncer de huesos…
Antonia guarda silencio unos instantes, respira hondo, y continúa.
-Me horroriza el avión, me espanta…, tengo pavor, ni como ni bebo…, pedí a la estrella Sirio, que es la más brillante de todo el cielo, que me dejara verla viva, y la estrella me concedió esa gracia… Mi padre murió hace ya mucho tiempo; mi padre murió en el 44, le llevaba a mi madre cerca de treinta años… Mi padre vendía vino en Orihuela, cerca del seminario de San Miguel, que lo habían convertido en cárcel. Nosotros nos fuimos a Orihuela el año 35, empujados por el hambre. Ya ves, salí de Campo de Criptana con el rabo entre las piernas y ahora tengo una calle, antes se llamaba Pozo Hondo; todo esto es muy emocionante para mí… Yo quise mucho a mi padre y a mi madre, tanto al uno como al otro. A los dos igual pero de distinta manera…, a mi padre lo adoraba…, lo vi siempre mayor…, yo fui mujer tarde, a los dieciséis años…, mi padre murió teniendo yo doce o trece años…, ahora tendría ya más de un siglo…, lo tenía como a un dios, como algo muy superior a todo lo demás…, si como pimientos, que no me gustan, es sólo para recordar a mi padre, a quien gustaban mucho… Mi madre era otra cosa; era un cariño distinto, que luego fue creciendo…, mi madre me comprendía, ¡ya lo creo!, su cariño se fue haciendo poco a poco mucho más grande… Mi mayor placer era dormir con mis padres, en medio de los dos…, yo era la más pequeña de cinco hermanos…, por querer a los dos fui muy criticada, yo no lo entiendo…, una crítica, tremenda, devastadora, que duró mucho tiempo… Yo era una niña tuberculosa muy delicada.
Cuando Antonia termina de hablar, pienso en la mucha tristeza que lastra su corazón, en el mucho dolor que ha ido almacenando en el alma y contra el que lucha con denuedo.
-Todo eso ya no cuenta, Antonia, todo eso ya pasó.
Antonia me sonríe con dulzura, quizá con muy fiera dulzura.
-Sí.



Por el aire vuela un pájaro noble y sosegado que planea como un arcángel, como cualquiera de los tres arcángeles, en las aves de rapiña nunca supe qué era más hermoso y sobrecogedor, si la silueta o el nombre: halcón, neblí, dardabasí, milano, gavilán, alcotán, azor, águilas de las nueve clases…
-Y a pesar del miedo que te da el avión, te pasas la vida volando.
-Sí, de un lado para otro, constantemente: fui a Japón por el Polo Norte, a Los Ángeles, a Nueva York, a Dinamarca, a Moscú…, y voy muerta de miedo. Yo no bebo más que vino blanco seco; bueno, pues en el avión, ni un vaso de agua, por lejos que vayamos. Al avión le tengo verdadero pavor, pero me subo cuando hace falta, ¡no me voy a quedar en tierra! Si me da miedo que me pase algo es por los demás, no por mí: por mi marido, porque los niños se queden sin apoyo…, a mí lo que me da miedo es el mal de los demás…, los niños son muy pequeños todavía.
-¿Prefieres el mando a la obediencia?
-Depende. Me gusta obedecer cuando sé que me mandan bien y con sentido común; si no, no. Si me mandan mal, no me gusta obedecer… Si me mandan mal, me rebelo, digo ¡no me da la gana! y no obedezco; tengo una intuición, un instinto que me lo dice…, no es cosa de inteligencia, no…, es como un pálpito, un repente…, se conoce que soy medio bruja.
-¿Y mandar? ¿Te gusta mandar?
-Tampoco; si tengo que mandar algo, lo explico antes. Para mandar algo, tengo que saber hacerlo yo mejor.
-¡No es mala teoría! ¿Puedes marcar un límite a la obediencia?
-Sí, sin duda. Yo soy una persona que se da cuenta de que hay que obedecer; a ver si me aclaro: si hay que obedecer, se obedece, pero sin perder la dignidad. Yo no he estado nunca presa, quiero decir presa en una cárcel, pero por lo que he hablado con mujeres que han estado presas mucho tiempo, sé que hay que obedecer: por cariño, por interés, por lo que sea, se aprende a obedecer, se adapta uno a la obediencia… Yo no soy perfecta, lo sé de sobras, pero soy obediente, o puedo ser obediente como no tienes idea. Tengo también ese… ¿cómo se dice?, bueno, que me doblego si hace falta.
Antonia finge un mohín de coquetería y se interrumpe.
-Es que contigo, hijo, me da canguelo y me confundo.
-No muerdo, vamos, me parece a mí.
-No, no es que muerdas, no me refiero a eso, ¿qué vas a morder si eres un hombre delicioso?
-Gracias.
-Sí. Y un gran escritor, por eso me da corte…
-Mira, Antonia, tú eres mucho más una mujer guapa que yo un gran escritor, así que, por lo menos, estamos en paz. Venga, estate quietecita y contesta como Dios manda. ¿Eres partidaria de la pena de muerte?
-No, ¡qué horror!
-Ya me figuraba, pero quería oírtelo. ¿En ningún caso?
-En ninguno. De lo que sí sería partidaria es de juzgar al criminal en seguida y cerca del lugar del crimen, vamos, quiero decir que sería partidaria de un juicio caliente.
-Cuidado, que por ahí acabas en la pena de muerte. Dicen los tratadistas que los delitos deben ser juzgados en frío; la pasión puede conducir al linchamiento, a la venganza. En Madrid, hace pocos días, un muchacho atracó un banco; bueno, pues lo cogieron y la multitud quiso cepillárselo allí mismo, tuvo que defenderlo la guardia civil.
-Sí; todo es muy complicado, lo que yo quería decir es que nadie debe esperar dos o tres años en la cárcel hasta que le juzguen.
-No; eso está claro que no. Vayamos más a lo nuestro. Oye, Antonia, ¿tú qué prefieres cantar, el tango o el cuplé?
-Pues mira, la verdad es que a mí me gustan las dos cosas.
-No, no; hay que decidirse.
-Bueno; pues entonces, el cuplé.
-¿Y tienes alguno preferido?
-Sí, tengo “La violetera”, tengo “Nena”, tengo “Fumando espero”…
-“Fumando espero” es un tango, se puede bailar perfectamente.
-Sí; es un tango cupletero, tú ya me entiendes, un cuplé atangado.
-Sí. Dime. Antonia, ¿qué harías en tu última noche de condenado a muerte?
-¡Qué horror! ¡Qué preguntas me haces! ¡Tú quieres asustarme!
-No; te juro que no. Dime, ¿qué harías?
-No sé; yo creo que me inhibiría…, eso tiene que ser una cosa horrible. Me consuela que creo en la reencarnación; bueno, no exactamente en la reencarnación, no: más bien en la transformación, sí, en la transformación en algo, en un árbol, en una flor silvestre, en una rosa, en un canario…, yo creo que nada desaparece del todo, que todo se transforma, en eso estoy perfectamente de acuerdo con Ochoa, con Severo.
-Sí, y también con Lavoisier. ¿Amas la libertad sobre todas las cosas?
-Sí, tú lo has dicho: sobre todas las cosas, sin libertad, yo no podría vivir, sería imposible: no podría estar, no podría trabajar, no podría ser yo. Cuando no he tenido libertad, he sido muy desgraciada. Todo es relativo, como decía Einstein, todo menos la libertad.
-¡Qué bien te ha salido esto! ¿Y puedes definir la libertad?
Antonia tarda y tarda, se conoce que quiere pensarlo bien; después sonríe, se arregla un poco las flores del pelo y me mira a los ojos con muy saludable agresividad. En cuanto empieza a hablar, me doy cuenta de nuevo de que aquello que dejé dicho del estrógeno y sus efectos sobre la flaca carne mortal es una verdad como un templo.
-Pues, mira, para mí la libertad es, ¿cómo te diría?, es hacer sentir mi propia libertad a la gente, no sé si me explico, y sentir yo en mis carnes y en mi espíritu la libertad de quienes me rodean, la libertad de todo: la libertad amorosa, la libertad política, la libertad de pensamiento y expresión, la libertad religiosa…, todas las libertades. Eso es la libertad; la libertad no se puede podar como los árboles porque muere, a lo mejor de tristeza. 

-¿Qué te afecta más, el hambre o la sed?
-A mí, la sed. Y eso que paso mucha hambre; yo soy una persona que por su constitución psíquica, digo, física, ha de llevar mucho cuidado. Soy una artista que me debo a mi público y tengo que estar siempre cuidándome, ¡qué remedio!
-¿Y cómo combate el hambre, que no sea comiendo, claro?
-Pues haciendo un esfuerzo. Verás, el hambre la combato un poco mentalmente; me como el coco a mí misma y me digo: Antonia, tienes que pasar hambre porque es la única manera de que puedas seguir en tu peso. Yo peso ahora 59 ó 60 kilos, pero no puedo pasar de ahí, me encontraría gordinflona, me sentiría mal.
-¿Cuánto mides?
-1,69, casi 1,70.
-Eso está muy bien, ¿qué te pongo?
-Es que mido 1,69 y un poquito; con tacones mido 1,72. Mi madre era más alta, media 1,73.
-Yo creo que estás muy bien en ese peso.
-Sí, pero paso mucha hambre. Camilo, yo soy una persona muy comilona…
-¡Paciencia, hermosa! En esto no te dan a elegir; comprende que no vas a salir a cantar con una barriga como la mía…
-No, claro. En cambio, la sed…, hay sed de otras cosas, sed de justicia…
-Bueno, por ahí vamos mal, no era eso lo que yo te preguntaba. ¿Encuentras disculpa para el pecado de carne?
-Yo creo que sí, ¡claro que sí tiene disculpa!, eso es la vida misma, lo más lógico, lo más normal, lo más hermoso, lo más bello… A mí me parece absurdo que nadie pueda pensar que es pecado, porque es algo bellísimo, es lo mejor que hay…, sentirte en brazos de un hombre al que amas, ¿cómo va a ser eso pecado? Sin amor no se podría vivir…
-¿Qué te parece Jomein?
-¡Quita, quita!
Tengo la sensación de que Antonia se siente más española que persa y, pese a todo, más católica (dentro de un orden) que chiíta.
-¿Cuál de los siete pecados capitales es más peligroso para el individuo y para la sociedad?
-Bueno, para el individuo, en España, ya sabes que es la envidia, lo sabe todo el mundo. Para la sociedad, no. Para la sociedad, el peor es la soberbia; la soberbia es muy mala y acarrea muchos males. De la soberbia viene luego la venganza y la venganza lleva a la violencia… La verdad es que son todos malos, muy malos.
-Antonia, ¿tú cómo te suicidarías? Y no me digas que no piensas hacerlo porque ya me lo imagino.
-No, te equivocas: ya lo intenté una vez, cuando era pequeña.
-¡Mujer, qué barbaridad! ¡No lo sabía!
-Pues ya lo sabes. Tenía unos dieciséis o diecisiete años y afortunadamente falló.
-¿Te hicieron un lavado de estómago?
-No, no tomé píldoras; me tiré debajo de un tranvía en Madrid, pegando a la Cibeles, frente a Correos, a la cervecería de Correos…
-¿Y qué te pasó?
-Pues que me rompí varios huesos; me rompí la clavícula, dos o tres costillas y una vértebra, creo que la séptima. Quedé muy escarmentada.
-Tampoco es raro.
-No; tampoco. Yo ahora no me suicidaría de ninguna manera, de ninguna de las maneras: ni  abriéndome las venas para morir dulcemente y sin sentir nada…, no metiéndome barbitúricos para dormirme…, ni nada. ¡Nada de nada! Al contrario. Yo ahora, lo que quiero es estar con los ojos abiertísimos. No te podría decir cómo me suicidaría porque no me lo puedo imaginar siquiera. Esa es una idea que para mí no existe. Ernesto se mató como lo hizo porque fue consecuente consigo mismo. (Antonia llama Ernesto a Hemingway, para eso eran amigos.) Ernesto se murió así porque él era así… Yo a Ernesto lo conocí lo bastante para saber que tenía que morir así, pegándose un tiro en la boca… Estamos siempre en la misma interrogación, si es cobardía o valentía.

 -Eso no se sabe nunca, yo creo que ni siquiera debe planteárselo uno.
-Yo sí, yo sé que me acobardé. Era muy jovencita y vi que se me terminaba el mundo, que se me cerraba todo, que me encontraba sin libertad, sin vida…, fue algo de espanto, me acobardé y me tiré debajo del tranvía…
-¡Menos mal que frenó!
-Sí; entonces los tranvías, para que frenasen mejor, echaban sobre la vía una paletada de arena…
-¡Caray, de buena libraste! Oye, hermosa, ¿sabes que eres dura?
-Sí.
Antonia sonríe como queriendo hacerse perdonar aquel mal momento ya lejano.
-Fuera de tu propia religión, ¿de cuál te sentirías más cerca?
-Verás; yo sé que hay un Dios, yo siento que hay un Dios, lo que no sé es a qué religión pertenece. Yo creo que todo lo que hay, el agua del mar, el agua de los ríos, las montañas, el aire, los animales, todo, ha sido creado por Dios, claro, lo que yo no sé si este Dios es uno o el otro.
-Bueno; tú, oficialmente, eres católica…, somos católicos todos los bautizados que no hayamos abjurado de la fe, y esto de abjurar es complicadísimo. Tú eres católica no practicante, como casi todos los españoles, y lo que yo te pregunto es de cuál otra religión te sientes más cerca. ¿De los protestantes? ¿De los budistas? De los mahometanos, probablemente no.
-No; yo no me acerco a Mahoma, pero a Buda tampoco. Yo, en mi interior, o sea en mi alma, tengo un Dios pero, yo te digo, no sé quién es ni a qué religión pertenece.
-¿Y no será el mismo de sor Leocadia, aquella monja dominica que te enseñó a cantar?
-Puede que sí.
Cuando empieza a caer la tarde le pido a Antonia una taza de té.
-¿Con limón?
-No, gracias; con leche fría.
Mientras Antonia va a buscarme la taza de té miro para el paisaje, para las muchas leguas de tierra, mar y aire, que forman el pasmoso y dilatado y suavísimo paisaje en el que Antonia vive.
-¿Amas la velocidad?
-Sí y no.
-¿Te aclaras?
-Sí; la verdad es que no amo la velocidad, a mí me gusta pensar las cosas antes de decidirme. Esta es la velocidad de la vida, tú ya me entiendes; bueno, pues la otra, la velocidad de la moto, tampoco me gusta. He conducido en Estados Unidos, en Méjico y en Francia, en todas partes, entre el 50 y el 61. De Los Ángeles a Las Vegas y vuelta he ido lo menos mil veces; bueno, pues gracias a Dios, no tuve jamás ningún accidente. Pero vine a España, me compré un Mercedes y atropellé primero a una señora mayor con dos niños y la segunda vez a un señor, a tres niños y un perro.
-¿Y los mataste a todos?
-No; Dios hizo que no matase a nadie, ni me lo explico siguiera…, saltaban sobre el capó, hacían plam, plan…, pero ya ves, libraron todos; aquello fue un verdadero milagro. Entonces, cuando me di cuenta de que los peatones españoles no sabían andar por la calle, me quité de conducir.
-Para mí que hiciste bien; cuando la gente no da facilidades, lo mejor es dejarlo.
-Claro.
Antonia se ríe recordando.
-¡Y pensar que el segundo atropello, el más aparatoso, fue en un semáforo!
-Déjalo, no les des más vueltas a la cosa… Oye, Antonia, ¿tú prefieres la injusticia al desorden?
-Hombre, no sé; a mí me parece que las dos cosas son malas, ¿no crees?, pero la injusticia es peor que el desorden porque trae desorden…, claro que el desorden también trae injusticia…, sí, las dos cosas son malas, pero quizá sea peor aún la injusticia.
-¿Puedes definir el orden?
-Bueno, puedo probar. ¿Qué es para mí el orden? Bueno, depende del orden, a ver si me explico. El orden, para mí, claro, es aceptar y poner, o sea, que hay que dar unas normas, no son órdenes, hay que mediar, hay que plantear, hay que poner y hay que aceptar. Y también hay que obedecer, claro, porque, si no, no hay orden. ¿Tú me entiendes?
-Casi. Y me parece que no vas nada descaminada. ¿Prefieres  el ruido a la soledad?
-No; a mí me gusta mucho la soledad y prefiero la soledad al ruido. El ruido me molesta mucho.
-¿Prefieres el cáncer a la locura?
-¡Ay, Dios mío!
-¿Quieres que te ayude?
-No, deja. Yo prefiero la locura, eso, la locura, las dos cosas son malas, son horrorosas…, con las dos se sufre mucho…, bueno, para uno mismo quizá sea peor la locura, la verdad es que no sé.
-En tu cabeza, ¿cuál de las tres potencias del alma prevalece? El entendimiento, ¿no?
-¿Tú crees?
-No, no; yo no creo ni dejo de creer, yo te pregunto.
-Pues me haces dudar ahora; no sé, seguramente la voluntad.
-¿Más que la memoria y el entendimiento?
-Bueno; un poco de entendimiento, también, pero ya a los años que tengo…
-Tampoco son tantos, Antonia, y además el entendimiento no se quita con los años.
-Bueno, pues el entendimiento. Yo, más que voluntad, diría que lo que tengo es entendimiento.
-¿Y la memoria?
-Yo tengo muy mala memoria; bueno, verás, no me aprendo las cosas de memoria pero sí las recuerdo, es una cosa rara pero es así.
-En tu oficio, Antonia, ¿crees más importante la sensibilidad que el talento?
-Y para todos. ¡Ay, la sensibilidad! Para mí la sensibilidad lo es todo. Y no sólo para el artista; también para el investigador científico, Ochoa, Severo Ochoa, yo lo respeto mucho, lo quiero mucho…, cuando está indagando esas cosas tan complicadas necesita mucho la sensibilidad, claro, si no tuviese sensibilidad no podría hacer nada. Y don Gregorio Marañón…, don Gregorio me estuvo a mí curando una cosa de tiroides cuando era jovencita y no tienes idea de qué sensibilidad tenía en las manos, en la mirada, en la voz, en todo. Fue un gran hombre, sin duda. Sí, yo creo que para todo se necesita talento, pero es más importante la sensibilidad.
-En el amigo, ¿prefieres la lealtad o la inteligencia?
-La lealtad.
-¿Y en el amante?
Antonia se ríe a carcajadas.
-¡Bien me lo has puesto!
-Venga, contesta.
-Bueno; pues en el amante, la inteligencia.
Antonia y yo nos entretenemos en pintar con la palabra el retrato de la amante ideal, también el del amante ideal. No es muy probable que acertemos pero si nos divertimos mientras empieza a llegar gente, empiezan a repartirse copas, empieza a hacerse de noche y empiezo a despedirme.
-Adiós, Antonia; sigues estando como un tren, criatura, que Dios te conserve tan cojonuda y en sazón.
-Adiós, Camilo, dame un beso. ¿Tú crees que habrá quedado todo bien?




LA FOTO IV



Fiera, nuestra Sara Montiel, en su época mejicana. 

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