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EL RECORTE CLXXXI
Sara lo logró. Consiguió ser la súper-estrella que soñaba desde niña. La propia estrella recordaba su infancia en esta entrevista que concedía a la revista Miss en su número de 27 de Septiembre de 1974.
ERASE UNA VEZ UNA NIÑA…
LLAMADA
SARA MONTIEL
"...cuando algo me gustaba, que yo veía que era fino, que venía bien a la vista, decía ¡vapo, vapo! Fueron las tres primeras palabras que yo aprendí: mamá, papá y guapo".
El modista,
supervigilar las obras en el piso que acaba de vendar a un amigo, un próximo
estreno, el teléfono que no para de llamar, homenajes que le rinden en su
pueblo natal, homenaje que le brinda un ‘ballet’ extranjero, los parientes cuyo
afecto llama… y hay que acudir; el perrito, el amor, la amistad…, un carrusel
girando en torno a Sara Montiel y ella que va y viene, desplazándose en medio
de tanto requerimiento. Una mujer de nervio, de temple, que camina firme,
erguida en esa seguridad que le ha dado la plenitud de su vida, la ausencia de
frustraciones y ese algo de consentida que viene desde muy atrás, desde su
misma cuna, desde cuando nadie osó contratarla…, y creo que no miento al decir
que hoy tampoco. Quienes la rodean pareciera que no piensan en otra cosa que en
tenerla a gusto.
Sara Montiel, la
mujer de hoy, aparece en esta ocasión muy bien dispuesta, a nuestra entrevista,
vestida románticamente en tonos rosa, cuadrillé y bordado, hasta el suelo;
espléndidamente maquillada porque luego asiste a un homenaje, el del ‘ballet’
aquél que citó antes, la gruesa trenza de costumbre… ¡y a conversar, que
agrada, de sus tiempos de niña! Los recuerda con absoluto placer, como toda su
vida, la que quiere y aprecia en todos sus momentos, aceptando las condiciones
vividas en cada uno, sin lamentos, con pura naturalidad. Estas son sus
palabras:
-Soy
hija de viudos y tengo hermanos de padre y hermanos de madre. La mayor estaba
ya casada cuando yo nací. Vine un poco de improviso, porque, claro, mi padre,
con tres hijos y mi madre con un hijo, pues… el matrimonio no quería tener más
hijos y demoraron tres años hasta que llegué yo. Ante la negación de padres y
familiares, pues mire usted, por dónde tenía que ser yo la que verdaderamente
venía con el pan debajo del brazo. Fue en Campo de Criptana, soy manchega. Pero
me crié allí muy poquito, estuve hasta los dos años de nacida y luego me
llevaron a Orihuela, provincia de Alicante, donde en realidad me crié. La gente
de allí es maravillosa, estupenda; tenía unas vecinas muy buenas y las tengo
aún porque viven, gracias a Dios… Era una calle muy estrecha, la calle de la
Acequia y la calle del Vado, una calle muy, muy estrecha y de gente muy humilde…,
apenas entraba el sol; o sea, que en verano era una calle fresquita y en
invierno bastante fría, aunque en Orihuela no hace demasiado frío.
-¿Cómo recuerdas
Orihuela?
-Orihuela
es uno de los pueblos más… más bonitos de España, que está, como tú sabes,
rodeado del río Segura y tiene una huerta que es una maravilla. El pueblo está
puesto a la falda de una montaña muy grande, muy grande, muy moruna en donde
hay un castillo moro que me encantaba, porque de pequeñita me gustaba subir con
mi hermano, el mayor, lo que me daba una gran alegría, y me hacía la idea de
que yo era una princesa mora… ¿Y dónde me iba a imaginar que después, con los
años, interpretaría un papel en una película que me iba a hacer, no famosa, pero
sí lo suficiente para conseguir la película “Locura de Amor”, en la que hacía
de princesa árabe?
-¿Cómo llenabas
tus días de pequeña?
-Tengo
un gran recuerdo. Desde muy chica, desde los tres o cuatro años, he estado
siempre jugando en la calle con sábanas, o mejor dicho, con colchas de mi madre
y manteles; manteles de esos de pueblo, de mujeres de pueblo a las que les
gustan las flores, todo bordado. Los ponía como cortinas y me hacía mi teatro y
cantaba todas las canciones. Eran los tiempos de Imperio Argentina, entonces la
más famosa en España… y, no sé, siempre toda mi familia pensando que yo había
nacido distinta a los demás, a todos mis hermanos; mi hermana, la más pequeña
de mi padre; su madre, al nacer ella, murió de parto, y mi madre, al casarse
con mi padre, la recogió con once meses de edad y aunque me llevaba cuatro
años, es con quien me he criado más junta. Su vida ha seguido el curso normal,
se ha casado, tiene sus hijos; los demás eran ya mayores, y sólo uno, José,
estaba soltero. Hemos estado muy unidos toda la familia, hemos honrado a al
padre y a la madre, nos ha gustado comer juntos y cenar juntos, estar reunidos
en la mesa. Pero éramos gente muy humilde y la comida no era… así… muy
espléndida, porque era imposible y menos después de la guerra: estábamos allí
mi madre, mi padre, mi hermana Ángeles y mi hermano José. Mi padre vendía vinos
al por mayor y mi hermano le ayudaba, aunque era muy pequeño. Yo no podía
ayudarlo en absoluto y Ángeles, a mi madre, sí un poquito. A los ocho o nueve
años, después de la guerra, me pusieron en un colegio de las dominicas, muy
humilde, que pagaba entonces mi padre, creo que eran 15 pesetas. Claro que no
eran las escuelas de ahora. Entonces la gente humilde no podía estudiar, ni podía tener carrera, ni
nada. No como ahora, que el obrero tiene muchas más posibilidades de ganar
dinero, que está mejor puesto y todo es más fácil para llegar a ser alguien. A
mí me pusieron en los párvulos un poco al… “aeiou”.
Antoñita vivió
esa vida de pequeña sin dramas, sin experimentar complejos o traumas, sin ver
un padre abandonado o una madre desdichada, siempre feliz con su familia.
Consciente de vivir en la humildad, pero muy unidos, de forma muy sana y muy
buena. Dormía ella junto a su hermana Ángeles en una habitación, José en otra
y, por supuesto, sus padres en otra también. Tenían un comedor pequeño que
hacía, además, las veces de sala de estar. A los cinco o seis años ya sabía
leer porque su padre le había enseñado y éste se sentía muy feliz cuando
Antonia le leía el periódico dando tanto énfasis a cada frase.
-¿Y de juegos…
qué?
-Jugar…
jugar, lo que se llama jugar, no he jugado. He estado siempre cogiendo cortinas
para jugar al teatro, para cantar. Cogía unas sábanas de mi madre, le ponía
unos volantes en el ruedo y unas cintas encima para adornarla y así me hacía
una falda, toda cosida a mano. O sea, me interesaba el vestuario, las telas,
los colores y adornarlo todo y no sé de dónde sacaba las ideas, porque en
Orihuela no había ningún museo, ni lo
hay, creo. A mí me gustaba mucho la pintura.
-¿Te gustaba ya
contemplar cuadros?
-Sí,
yo me hacía siempre amistades, dijéramos… con gente pudiente, gente rica, para
ir a los palacios, porque hay en Orihuela muchos palacios, hay muchos condes,
muchos marquesados y todo esto. Me hacía mucha ilusión para ir a ver pinturas…y,
claro, yo sabía que era en estas casas en donde yo podía ir a contemplarlas.
Por ello me llevaba mi padre a las casas donde él vendía el vino; por ejemplo,
a la casa de los marqueses de Robalcava, o de Arneva, y yo me iba… y era por
ver, pues, las telas de las paredes, las pinturas y los muebles. Quería
observar cómo estaban amuebladas las casas, saber de qué época eran, de qué
estilo, a qué rey pertenecía y me recreaba en todo esto, que era otra cosa…,
que no tenía yo en mi casa para mirar. Entonces, cuando algo me gustaba, que yo
veía que era fino, que venía bien a la vista, decía… “¡vapo, vapo!”, significando
que aquello era guapo. Fueron las tres primeras palabras que yo aprendí: mamá, papa
y “vapo”.
-¿Recuerdas
específicamente alguna pintura que te interesase mucho?
-Sí,
fue un Goya, el primer Goya que vi aquí en el Museo del Prado. Me quedé horas
contemplándolo.
-¿Y otras cosas
que te gustaran mucho, de comer, por ejemplo?
-El
melocotón con vino, que a mi padre le gustaba muchísimo y yo a su lado comiendo
lo mismo y las sandías, que me gustaban mucho también…, y las naranjas sobre
todo; las naranjas, a las que me une un especial vínculo. Desde muy chica mi
hermana y yo nos pusimos a trabajar envolviendo naranjas. Cada naranja que
envolvíamos en papel fino la íbamos tirando a una caja de madera de esas de los
almacenes. Nos daban una peseta al día y
por ello a la naranja le tengo un gran agradecimiento, es algo importante en mi
vida, porque fue el primer dinero que yo gané.
-¿Lo gastabas
con libertad ese dinero, o qué hacías con él?
-Ayudaba
a la casa. Mi hermana y yo reuníamos dos pesetas al día. Entonces costaba el
litro de leche una y cincuenta, y comprábamos el litro de leche para mis
padres.
-¿Qué llevabas
puesto en aquel tiempo, cómo recuerdas tus vestidos?
-Bueno,
yo he sido muy sencilla para mis vestidos. Sólo me ha agradado lo bello y mis
exigencias están dirigidas nada más que a lo estético. Más que el vestido
mismo, me gustaban los colores: el blanco, el negro y el verde turquesa.
-¿Y la cabecita,
qué ideas la llenaban?
-He
sido siempre muy amante de los animales. Tendría unos tres añitos y le hice un
entierro a un gato. Fue así. ‘Cascabel’, mi gato, se murió y mi hermana, la
mayor, quiso esconderlo para que yo no me enterase. Estuve dos días y dos
noches sin dormir. Lloré tanto esos dos días que llamaron al médico para saber
qué ocurría conmigo y yo en mi media lengua pedía a mi ‘Cascabel’, que no
aparecía. Entonces mi hermana hubo de ceder y traérmelo muerto. Yo lo enterré y
desde ese mismo momento quise ser médico. Desde entonces se me metió en la
cabeza aprender algo para ayudar a la persona física. Y, efectivamente, ya de
mayor, estuve estudiando para traer niños al mundo, pero no como doctora, sino
como matrona, en obstetricia y me dieron mi certificado acreditándolo. Además,
sirvo como para una enfermera maravillosa. Eso fue en México. Tuve la suerte de
que llegué allí con diecisiete años y tuve muchísima amistad con León Felipe,
el gran poeta español y también con don Alfonso Reyes; mi madre y yo vivimos
con ellos dos años; eran muy mayores ya, y León Felipe me preparó bastante
porque tenía mucha ilusión de que yo llegase a tener un nombre. Me preparó,
dijéramos, intelectualmente. Él me enseñó a leer, a saber leer, o sea, a saber
elegir. ¡Y en muy buenas manos estuvo! Ya empecé a leer todo el teatro griego,
toda la literatura española rica, de los buenos; luego empecé a leer literatura
rusa, es decir, comencé a prepararme.
Volviendo a la
infancia, esta pequeñita se mostraba muy distinta, como ella se esfuerza en
demostrarlo, del resto de su familia, de su padre y su madre. Tenían buen
cuidado de elegir o comprar especialmente platos más buenos para ella y a la
vez de presentarle sus tortillas bien hechas y todo agradable a la vista, pues
de otro modo, la niñita apartaba el plato y no lo quería. Su padre, hasta
consiguió una almohada de plumas para durmiera mejor, pues sabía que lo que no
era fino, lo que era duro o molesto, Antoñita no lo soportaba. De pronto les
preocupaba que la hermana Ángeles no se sintiera desplazada por estos tan
especiales cuidados, pero no ocurría así, puesto que la misma “Angeletes”, como
la llamaba Antonia, contribuía a estos halagos.
-¡Pero bueno,
muchacha, tú eras muy regalona!
-No,
regalona, no. Pero sabían que yo era distinta… Te diré, los primeros dineros
que yo gané siendo ya Sara Montiel, los usé comprando a mi madre una jarra de
cristal tallado…, ¡de cristal tallado!, y a mi padre un sombrero y unos zapatos
nuevos, porque él siempre le gustaba llevar los zapatos muy lustrosos y a mí
siempre me gustaba verlo con los zapatos muy limpios y la camisa y el sombrero,
impecables.
-Otra vez tu
niñez, por favor. ¿Qué te animaba al comenzar un nuevo día?
-He
sido una niña muy optimista y a la vez muy pesimista. O sea, un contrasentido.
No he sido la ¡huah…!, es decir, todo fenomenal. No. Estaba siempre ansiando y
suponiendo que todo iría muy bien, pero también estaba reparando en lo que iba,
desde ya, mal. Veía que mi padre, con sus constantes ataques de asma, se mataba
a trabajar; estaban muy enfermos mi padre y mi madre y no se conseguía nada.
Era una vida muy pobre, muy dura, o sea, muy mal. Mi madre, de sábanas, me
hacía un vestido; tenía unas manos maravillosas, era muy pulcra, muy fina y de
una cosita nos hacía a mi hermana y a mí, pues, maravillas. De pequeñita las
sandalias que usaba mi hermana, las iba usando luego yo…, entonces yo siempre
quería llegar a algo, y decía: “llegaré a ser una gran artista y haré muchas
cosas y conseguiré mucha para mi familia”. Y de pronto pensaba: “¡No. Voy a ver
si puedo estudiar y sacar alguna beca… a ver si…!”, y todo esto con cinco años.
De este
ensimismamiento la sacaba, en su oportunidad, el llamado adorado de su padre: “¡Princesa,
ven acá!”. Eran los momentos en que se sentía ella muy importante: cada vez que
su padre se fumaba uno de los tres cigarrillos que gastaba al día y le pedía
que ella se los encendiera. Tendría seis o siete años. A su madre también la
unía una gran camaradería, una tremenda amistad con ella, quien la comprendía y
animaba a seguir adelante.
-¿Y en qué
disentían tú y tu madre?
-Mira,
yo era muy personal y, por ejemplo, mi madre me quería llevar siempre con
flequillos, el pelo muy corto y rizado con tenazas, que me lo rizaba ella y me
quemaba las orejas cada vez. El flequillo me molestaba mucho en los ojos, pero
para darle gusto a mi madre lo llevaba al salir de casa y a los pocos pasos,
aunque fuera con ella, siempre me lo quitaba. Entonces mi madre me daba unos
manotones y esto era lo que yo no podía soportar. Era la única cosa que tenía
en contra de mi madre y decía: “cuando sea mayor me peinaré y me arreglaré como
yo quiera”.
-Como la mayor
parte de los niños, ¿tenías miedo de algo?
-De
la oscuridad. Pero yo creo que eso tiene una razón. Cuando chica me daban una
especie de barraqueras, podríamos decir; de llorar y llorar… por algo que no
podía conseguir y que no me podían dar. Pero no por rabia, no sé si me explico.
Lloraba inconscientemente, pero por algo concreto. Te daré un ejemplo: Tendría,
pues…, cuatro años, pues Dios mío, no tendría más y recuerdo vagamente el
escenario, pero el hecho, muy bien. Había tenido la difteria y llevaba un
babero, me imagino que me lo ponían. Yo he sido muy limpia desde chica, muy
limpia, muy señorita, y el babero me gustaba usarlo muy planchado y mi madre, ¡pues
claro, con razón, me lo ponía y me dejaba todo el día con el babero que se
ensuciaba! ¡Porque si la pobre mujer no tenía otro para cambiármelo, pues cómo
me lo iba a cambiar! Pero de todas formas cogía yo una barranquera cuando venía
el médico a verme para saber cómo seguía de la enfermedad, que me metía en un
cuarto, pero a oscuras y me decía que el Rey vendría por mí si no era buena y
me callaba. Seguramente por ello es que a la oscuridad es a lo que más miedo
tengo.
En Orihuela
había poco movimiento artístico, pero no fue obstáculo para que Antonia,
nuestra Sara de hoy, pudiera ver más de una vez a Imperio Argentina y a Concha
Piquer. Dos cantantes muy importantes: una en zarzuela y la otra como figura
internacional. Allí veía la niña, más que nada, cine. No salió de Orihuela
hasta el año cuarenta y cuatro, en que la llevaron a Valencia y luego a Madrid.
Aquí pudo ver ya bastante teatro, ingresar al Conservatorio de Madrid a
Declamación y estudiar con doña Anita Martos. Pero, ¿dónde encajan las raíces
de sus primeros contactos con el teatro?...
-Me
presenté en una obra de teatro en Orihuela: “Muñeca de trapo” y canté la
canción del mismo nombre que me quedó para siempre como sobrenombre y esa
actuación me dejó una impresión maravillosa.
-¿No te asustaba
enfrentarte al público?
-No,
no me asustaba; al contrario, disfrutaba porque yo siempre en la calle, en
cualquier plaza, en la plaza del Ayuntamiento, en cualquier sitio de Orihuela,
había un remolino de gente… ¡y ya, “la hija de Quintana está cantando, la
pequeñita de Quintana ya está cantando”! Cuando yo me ponía a cantar, me hacían
bailar y yo era feliz con eso, porque había nacido para cantar y bailar.
-Háblanos de tus
picardías.
-En
Orihuela, en las calles del Vado y La Acequia, vivíamos en una casa de un solo
piso; es decir, la planta baja y nosotros encima en el otro piso, con dos
balcones a la calle, esos balcones pequeños. Me asomaba y cuando no veía a
nadie bajaba con unas tijeras, porque siempre me ha gustado mucho cortar, sé corte
ahora también, y cogía las colchas y las sábanas bonitas, las faldas que tenía
la gente mayor… ¡Vamos, gente mayor, para mí que tenía cinco o seis, eran los
de dieciocho años! ¡Claro!..., y las cortaba la ropa tendida y corría a hacerme
faldas para mí. Hacía como una especie de plisado, las plegaba y las hilvanaba,
las adornaba con aplicaciones de otros colores, ¡cortadas también por ahí!, y
quedaban preciosas.
-¿Y aquella
gente, cómo reaccionaba?
-Las
vecinas levantando las manos llamaban a mi madre que se asomara al balcón: “¡Mariiiíaaa,
tu hija, que me ha estropeado la ropa, la falda de mi otra hermana, y que tal
que cual! ¡Mariiiía, que tu Antonia me ha cogido las tijeras y me ha cortado…!”
o sea que era una cosa, de miedo. También había dos o tres personas que no me
gustaban en su aspecto físico porque eran sucias. Eran gente sucia que pasaba
por la calle y llamaban a mi madre desde la puerta del balcón; “¡Maríaaa!”… y
se entretenían hablando y a mí me caían muy mal. ¡No sé por qué me tenían que
caer mal!, pero cogía cubos de agua y desde adentro, ¡buac! Les echaba los
cubos de agua y se alarmaban todas y daban voces: “¡ay, María, pero tu hija, ay
pero ésta, pero hay que tu, tu, tu, tu pequeña… pero es que esto… ¡un diablo!, ¡pero
es que no se puede aguantar!” Y mi madre conmigo, ¡azotes habidos y por haber!
-¿Sentiste amor
por un pequeño cuando niñita?
-¡Sí,
sí, sí! Yo tenía siete años y Pepito tenía, pues, nueve años. ¡Ahora lo he
visto hace muy poco tiempo. (Sonríe con ternura, y su expresión se endulza
llegando a mostrar una mirada casi, casi de niña.)
-¿Qué pasaba
entre vosotros, te miraba, te regalaba un caramelo, qué?
-Me
regalaba cintas de colores que a mí, por cierto, me gustaban mucho. Yo me he
hecho casi siempre trenza con cintas de colores, ahora he tirado cintas de
colores que me compré este verano para la trenza, que torcido cada cadejo con
cintas de un color diferente queda muy bien. Pepito me regalaba siempre cintas
que pedía a su madre comprar para mí, eran vecinos nuestros; le decía: “Mamá
Dolores, así se llamaba su madre, mamá Lolica, dame una cinta para Antoñita,
para, para la trenza de Antoñica”, que yo llevaba, por cierto muy larga. Y ese
fue mi amor… ¡huy, el amor de mi vida, sí!
-¿Recuerdas
otros vecinos?
-¡Sí,
sí, sí, muchísimo! Estaba Montserratica, que yo la quiero muchísimo; era a la
que le hacía todas las trastadas más grandes, a la que le cogía las tijeras y
eso… y la pobre también Remedios, una mujer muy amiga de mi madre, una mujer
maravillosa, con un marido estupendo. Me gustaba mucho porque ella trabajaba de
pantalonera, de hacer pantalones, y una hermana de aquel novio mío, también,
este importante Pepito. Era muy guapa la mayor, y siempre iba con su ropa muy
bien planchada, y Remedios igual, siempre muy pulcras, muy bien arregladas.
-¿Qué condición
te ha caracterizado desde niña hasta ahora?
-No
he podido nunca con la mentira. He tenido una cierta intuición, una
extrasensibilidad…, la veo venir, a la mentira… (esto lo dice con orgullo que no
ofende pero que le da una seguridad y un porte de reina cuando lo asegura). Me ha dolido y me duele mucho cuando tú haces un bien a
esas personas, o hacia, esas personas, desinteresadamente, porque haces el bien
desinteresadamente, y luego la gente no es como tú esperabas. Esto lo he
experimentado desde muy niña.
Antonia Abad
Fernández adora su infancia y la extraña. Fue feliz entonces a pesar de que no
tuvo el dinero, la fama, ni el prestigio de hoy; ni el nombre, ni la categoría,
ni la casa, ni nada de lo que materia significa y de lo que el éxito involucra
y dice ella con sinceridad y agradecimiento profundo hacia sus padres, hacia la
vida: “pero esa felicidad no se compra con dinero
ni con nada, esa dicha de los padres contigo y tu niñez…, además yo nunca he
querido ser libre en el sentido como es hoy día la juventud, que quiere
apartarse de los padres y estar ya viviendo su vida… ¡no, no, no, porque creo
que eso es una equivocación! La niñez la tenemos que tener todos, vivirla, es
muy hermosa. Yo la he vivido.
-¿Cuál es la
vivencia de niña que mayormente te gusta recordar?
-Ver
a mi madre y a mi padre en una segunda fila de un teatro de Orihuela, el Teatro
Circo, aplaudiéndome y llorando de alegría porque yo había salido en el teatro
y había hecho los movimientos bien y no me había equivocado en ninguna frase de
tantas en “La muñeca de trapo”. Esto sí me acuerdo y me acordaré toda mi vida,
que era muy pequeñita y estaba allí feliz sobre el escenario y que trabajé con
ese traje azul lleno de adornos, con capota y un lazo grandísimo acá… ¡en el
centro de la cabeza! Me ponían mi flequillo, mi pelo rizado, mi lazo y mis
calcetines blancos, mis zapatitos, ¡y ya, una muñeca!
"Desde muy chica, desde los tres o cuatro años he estado siempre en la calle jugando con sábanas o, mejor dicho, con colchas de mi madre, y manteles de esos de pueblo. Los ponía como cortinas y me hacía mi teatro y cantaba todas las canciones...".
Y le ha gustado
el molde de una muñeca a Sara Montiel, porque va adornada, muy femenina, luce
bordados, colores y diseños románticos, collares que le van bien a su estilo y
el pelo libre, para trenzarlo, cogerlo en moño o soltarlo nuevamente. Es que no
aguanta que la tiranice ni su propio cabello y algo de esa autoridad que
alimentaron en su hogar desde pequeña, le ha quedado como manera porque
atraviesa su sonrisa que puede ser dulce, una mirada directa, cargada de
voluntad que no necesita palabras aclaratorias.
Por Nora Ferrada
LA FOTO CLXXXI
Una jovencísima Sarita Montiel posa ya para el objetivo de Gyenes.
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