LA VIDA EN ROSA
“Apoyarte me perjudicó en América” reveló
SARA
a Felipe
Hemos perdido
las formas, las maneras, el estilo. La descomposición es total, casi una
diarrea. Franco pagaba los servicios
prestados dándoles la Cruz de Carlos III o el Lazo de Isabel la Católica, Felipe los despacha con una cena en La
Moncloa y trabajos en televisión. Es más efectivo que la condecoración.
Lo último casi
parecía una sagrada cena, el presi
como todopoderoso. El alabámoste, Felipe
en boca, corazón y mente de tanto popular. Un buen cartel, para sí lo querrían
los depauperados teatros: desde la siempre espectacular Sara Montiel a la nuevamente cuestionada Concha Velasco, arrecian las críticas a su rentrée televisiva y en el primer programa la prevista audiencia de
7 millones quedó tan sólo en dos. Se entiende con entrevistas –más vista que
entre- a doña Pilar de Borbón.
Maquina mejor que habla, no pasará a la historia como esta reunión monclovita
para agradecerles el puerta a puerta electoralista. Felipe puede desgobernar. Pero es
agradecido. Lo demostró con esta insólita reunión. Churras, merinas y
pastueños. Del encanto a la desilusión tal si fuesen este país aún llamado
España. Sara y Vicente Parra fueron los primerísimos en llegar, entrando en el
salón de las columnas casi toparon con Gila.
El humorista se extasiaba, tal pareció, no se sabe si ante los lamentos
felipistas o con el nirvana de los bonsáis estratégicamente distribuidos y que
tan bien le cuida el experto Luís
Vallejo. Felipe ya no sabe donde ponerlos, los enanos le desbordan. Un relax mental, el presi necesita estas fugaces evasiones. Todos lo entendieron.
Aunque más trabajo les costó digerir el atuendo de doña Carmen, había que verla por más intimidad que tuviese la cosa.
Acaso es que los recibían como en su propia casa. Debió de ser eso. Es la única
manera de admitir, entender y hasta disculpar la faldita de paño verde casi
tobillera, los zapatos – “planos y sin tacón, de lo más informal…”,
repetían en su alucine- marrones, el sencillo suéter. Todo muy de andar por
casa. Como si recibiesen en zapatillas y el Partido fuese –lo es, lo es, viven
de su inagotable teta- la gran familia. Viendo tanta informalidad y que aquello
iba de domesticidad planificada, Sara casi
respiró: -Menos
mal que no he traído el babero, hubiera sido un pase- , se refería
al collarón de brillantes y esmeraldas que por su desmesura es conocido como el babero. Suerte, sí, del pijama negro
– “Versace,
sí, pero discretísimo, chico” –recubierto con chaquetita de gasa
transparente. Concha Velasco podía emparejársele también en negro,
acentuando discreción. No era cuestión de pasarse con la presidenta, Carmen es muy sencilla. Todos lo saben.
Por eso nada de alardes que puedan malinterpretarse. Los joyones no están bien
cuando se da o se recibe limosna. Modestía ante todo. Un uff de alivio se
escapó de la descomunal pechuga de Saritísima y de las planicies
vallisoletanas de la Velasco. Ojalá
no salieran hablando de en Encantada de
la vida, ella lo está doblemente con los 240 millones que le paga Antena-3
por un año de contrato. Quién los pillara, me corroe la envidia y no lo
disimulo. Tampoco ellas el impacto de cómo vestía la presidenta, todavía hay
distancias con la Casa Blanca, entre Carmen
y Hillary. Pero no era cuestión
de incomodarse. Compartirían con Felipe y
Carmen la crema de marisco, la
merluza a la vasca -¿o sería bilbaína?, al contármelo no se pusieron de
acuerdo, llevaba salsa blanca – y el helado animado con frutas. Un detallazo
eso de sacarles champán francés y no cava catalán, las distancias ya van más
allá de lo lingüístico y el 15 por ciento. Les quedó claro mientras repasaban
la sobriedad casi espartana del salón. “Qué encanto de presidentes, cuánta sencillez, estaban
recibiéndolos como en un piso de barriada”. No faltó ni el añadido
de los chicos, también bajaron a saludarlos en vaqueros y camisetas, al menor, David, podían haberle preguntado cómo
le va con sus estudios de diseño en el Esabe de Barcelona, donde ni siquiera
está registrado. A lo mejor Felipe lo
mandó de torpedo para sufrir en carne propia la discriminación escolar y la
cooficialidad lingüística. Qué no sabrá él, España es su laboratorio, los hijos
unos cobayas. Santo – santo, pensaban y casi repetían dentro del silencio
reverencial. Sara, of course, llevaba la voz cantane. Por
eso era la más de los más. En internacionalidad sólo le igualaban Bosé y Joan Manuel Serrat, lo de Concha
es cercanías bien lo sabe ese Vicente
Parra efusivamente recibido –su captación es incesante, cuánto trabaja el
presidente- como acompañante de Saritísima.
Vuelve a ser su chevalier servant
ahora que falta el pobre Pepe.
Felipe les convidó en La Moncloa para agradecerles, entre la crema de mariscos y la merluza de la cena, la mano que le echaron en las últimas elecciones. Y allí estaba la Montiel, quejosa de que el apoyo político prestado a los socialistas le perjudicó artísticamente, y los Migueles Gila y Bosé, y Concha Velasco, y Joan Manuel Serrat, entre otros muchos, a la mesa de don Felipe y doña Carmen... Y hasta los chicos bajaron a saludar.
Un país ingobernable, dijo Felipe
-Bueno, tú has estado aquí antes que
yo. Incluso mucho antes que Suárez- evovó Felipe a Saritísima al darle la bienvenida. Cierto, aquello había cambiado
mucho desde que en los 60 ella rodó allí un tórrido pasaje de La reina del Chanteclair. Era un
enfrentamiento con Ana Mariscal, Sara lo
detallaba como si hubiera sido la víspera. Tiene una memoria de lo más
cinematográfica, pero qué será. No dejó de chocarle que Felipe estuviera enterado, nada se le escapa. Bendito – bendito. No
dejaban de alabarlo incluso con la súbita irrupción de gente tan inesperada
como Los Rebeldes, Coque Malla, Ramoncín
y Loquillo. Casi los miraron por
encima del hombro, hombre… Bien estaba dar las gracias y corresponderles con
crema de mariscos y merluza vasca a tanta subida de escaleras. Pero acaso
faltaba sutileza en esto de mezclar churras con merinas. Históricos y modernos,
todavía hay clases y orden de preferencia. Los nombres aún mandan en los
carteles de esta España socialista. La incógnita siguiente estaba en “A ver cómo nos
sientan”. A ver. Pero protocolo funcionó como en las películas de Sara o Concha, aquello parecía un rodaje con Felipe de superstar. Hasta se les ocurrió compararlos a Paul Nwman y Joanne Woodward. El, rutilante –“mucho más guapísimo al natural, no sabes”- y Carmen semianónima. A la derecha del
astro, una estrella: la Montiel. A
su izquierda sin connotaciones partidistas, Concha. Flaqueando a doña Carmen,
Miguel Gila en la derecha y Bosé a su izquierda. Llevó la
conversación y apenas se extrañó –si acaso se rascó la barba de cuatro días
realzada por el cuello abierto sin corbata- cuando Felipe casi les corta la digestión. Todo tenía planificación
fílmica, qué no sabrán. Un gag digno
de Capra, menudo atraganto. ¡Uff!
-Este país está muy mal. ¡Lo que
cuesta gobernarlo!,
les soltó Felipe entre crema y
merluza, entre su pecho y su espalda. A Sara
estuvieron a punto de caérsele los dos colgantes –regalo de Pepe en dos Nocheviejas- que llevaba al
cuello, la Velasco sufrió un
tintineo en el brillante-penden-tiff. Todo tuvo un relumbre de efectos
especiales. Faltaba una buena música para subrayarlo. Jarre o Valgelis, Serrat
no estaba para gaitas y apenas abrió la boca cercano a Moncho, el gitano de los boleros –en la Moncloa no discriminan, que
se entere Pujolet-, a un Paco
Marsó contrastando su traje azul marino con el gris de Parra y el acanalado de Coque
Malla. Como en los buenos guiones, Bosé
se vió obligado a responder. Subía la tensión. Qué le diría, qué, para estar a
la altura:
-Es que este país es la leche. No
tiene memoria. Siempre hay que estar recordando el 36, presidente…- , replicó el
panameño.
Sara aprovechó para pasarse la servilleta
–blanca como el mantel, el posaplatos dorado lanzaba espectaculares relumbres
que amortiguaban cualquier alteración racial, están en todo- por la comisura de
los labios, suele hacerlo como tic y desahogo cuando no sabe qué hacer o decir.
Es para ganar tiempo, no quedó atrás:
-No sabes, Felipe, lo que me ha costado apoyarte. Menudas consecuencias…
-Sí lo sé, sí lo sé -, ¿que no sabrá
González siendo el todopoderoso? En
el centro de la mesa parecía a punto de darles el pan y el vino, lo del champán
era una sorpresa. Una santa cena, lástima de imagen para tranquilizar el país.
Con reuniones así no hay miedo a sobresaltos. Felipe, tal si fuera Jesús,
vela por nosotros. Pues claro que sabía lo de Sara, no había que recordárselo. Los servicios secretos funcionan
incluso en algo tan público como el repudio miamense al puerta a puerta de Sara y
Bosé. Ninguno del resto podía
ofrecer algo semejante, estaban en la mesa de sacrificio. Proseguía el adorémoste, Felipe. Y hasta lo bendecían con la mirada. Arrobado estaba Coque, embelesado Loquillo, Los Rebeldes sin saber qué decir y Serrat mirando al techo. Quizá lo habían sentado un tanto
desplazado para que se sintiera marginado. ¿Sería una velada afrenta a la
catalanidad? A saber el otro boicot como plato principal de la conversación:
-Sí, sí, presidente- ¿o le llamaba presi amooor, Sara es muy suya de tanto ser muy nuestra, no supieron o no
quisieron aclarármelo. “Ha sido terrible, vaya
desquite por estar a tu lado en la campaña. Los cubanos de Miami me anularon
dos galas que justo tenía a finales de junio. Y un show en la tele. Para estos conciertos organizados por Gratelli en el Dade Auditorium no se vendió ni una entrada. Dejaron chiquito lo
que hicieron con Verónica Castro
tras actuar en Cuba. No puedo actuar de nuevo en Miami. Lo mismo se repitió en
Los Ángeles y Tejas, aunque allí no hay cubanos. Con lo dispuesta que yo iba a
cantarles Piel Canela”, más de
uno temió que lo soltara durante la sobremesa. Sara no necesita mucho estímulo para darle al último cuplé incluso
ahora que está alicaída:
-Lo estoy pasando mal, muy mal, Felipe, no supero lo de Pepe. Me ha partido la vida. Suerte que
Zeus ya se ha recuperado. Lo he
tenido ocho meses en el siquiatra. No sabes lo que ha sido. Carmen, no sabes. En cuanto a Thais, un amor. Se ha pasado el verano
estudiando a Shakespeare. Había días
en que se leía hasta 600 -¡seiscientas, dijo, seiscientas!- páginas de su
teatro. Estoy deseando que hable con Terenci
para que cambien impresiones. Thais
es un fenómeno…-, Sara
como epicentro. Es lo suyo. La Moncloa tal si fuera el Teatro Victoria donde
tanto triunfó. Faltó que la aplaudieran, las miradas de entendimiento iban de Coque Malla –tiene ojitos traidores,
son de cuplé. Bosé es su relicario-
a Miguel, Miguel Gila como gran
momia de la comicidad nacional:
-En noviembre empiezan a emitir la
serie que rodé para Televisión Española- anticipaba ya con el ojo medio caído. Marsó y Parra de convidados de piedra. Casi petrificados, marmóreos o
berroqueños ante lo que veían. Como en las buenas comedias –había más Paso que Wilde o Coward, España
es diferente aunque ya no existan Pirineos- se entendían con la mirada.
Hubieran necesitado a Saura para
ponerle imágenes, es un experto en retratar ojos. Plasma hasta los
pensamientos. Aunque la postura del dúo era evidente:
-A primeros de noviembre marcho a
Buenos Aires. Estrenaré una comedia con Mercedes
Carrera. Empezamos en Mar de Plata y vuelve Imperio Argentina haciendo el fin de fiesta. La esperan con
verdadera impaciencia-,
Vicente pone tierra por medio (más bien el Atlántico) en vista de cómo está
este país-países. Nada es lo que era.
Cualquier biografía o reseña de nuestra estrella debe tener en cuenta su lado político. Pues ella siempre se expresó libremente y se situó en el lado izquierdo. Recuerden cómo introducía en los conciertos su mítico polichinela: "haber, los de la derecha...; ahora los de mi izquierda". La revista Penthouse, en su número de Marzo 1988, dedicaba varias páginas a los 60 años de Sara. Hasta en la ilustración que acompaña recogían el lado político de la actriz.
SARA
“SESENTISIMA”…
Afirma la copla
que los rockeros nunca mueren, pero nada menciona de su envejecimiento. Los
mitos también cumplen años. Inevitablemente. Sara Montiel cumple 60 años el 10
de marzo de 1988. Fidedignos. Veraces. Nada de imprimir la leyenda porque es
más hermosa que la realidad, como se decía en el final de “La muerte de Liberty
Balance”, de John Ford. Esto es, nada de partidas de nacimiento falsificadas,
ni de DNI trucado atestiguando la fecha de nacimiento en 1933. Sus 60 años son
soberbios. Realzados por la excelente conservación de una de las últimas
“estrellas”, de uno de los últimos mitos, en el sentido de marcar una época del
mundo del espectáculo español. Mito español exportable por antonomasia, cuando
en Suramérica (y Cuba) exigían ansiosamente sus películas. Tiempos ya idos.
Popular más allá del Pacífico, en la negra noche del franquismo ingresó una
apreciable cantidad de divisas en las arcas del Tesoro, aunque sin llegar al
extremo de Brigitte Bardot, que generaba más divisas que la Renault, y que
simbolizó a la V República hasta recientes fechas, en que fue reemplazada por
Catherine Deneuve.
A María Antonia
Abad, en arte Sara Montiel, debe agradecérsele que trascendiera la imagen
tópica de lo español esparcida en el mundo: la reducción al estereotipo del
folklore andalucista (el flamenco, la pandereta y la peineta), a favor de
personajes afiebrados, pasionales, de un arquetipo más universal al beber en
las fuentes del desaforado melodrama. Como a todas las estrellas en su momento de
esplendor, le escribían los papeles a medida. No había sustanciales variaciones
en el corte del patrón. Sus conocimientos de las técnicas de iluminación y de
maquillaje, aliado a su estatuto de “star”, le permitían imponer al director de
fotografía de sus films (de ahí el escándalo que supuso el veto a Jorge Grau y
al operador Néstor Almendros, y su sustitución por Luís Marquina y un cámara
más dócil, en “Tuset Street”, 1968). El transcurso del tiempo facilitó su
endiosamiento y acentuó su condición de hierática esfinge (papeles,
interpretación, inmovilidad y la elección del perfil bonito). Políticamente, en
cambio, hizo gala de una movilidad que la desmarcaron de colegas folklóricas
menos veletas que ella. Frecuentó La Granja en las recepciones de artistas
convocados por el general Franco, pero destapó tempranamente su filiación
(sentimental, eso sí) socialista de casi toda la vida. Sara Montiel “la roja”.
Y no sólo eso; empezó a presumir de
amistad con intelectuales: a la cabecera Pablo Neruda, y a continuación el
poeta León Felipe, con idilio de por medio, que en la intimidad la llamaba
cariñosamente “Pies bonitos”.
De ahí a echar
flores al PSOE en el poder sólo mediaba un paso. Realizado. Hoy puede
sorprender a las nuevas generaciones su condición de reconocido “sex symbol”.
Lidió con las limitaciones impuestas por la censura y salió medianamente
triunfante. Sin enseñar una teta, ocultando las piernas –incluso se llegó a
insinuar que las tenía torcidas-, sugiriendo más que mostrando, a través de los
ajustes finos de las letras de sus canciones (el legendario cuplé “Fumando
espero”, “El relicario”, “Nena”, etcétera) y mediante los ceñidos vestidos
–apretados hasta el ahogo en sus mejores instantes- de escotes en abismo a
juego con su exultante carnalidad. Seduce a señoras y señores. Era (¿es?) una
belleza femenina que no ofende a las mujeres, cautiva a los caballeros y
enloquece a los homosexuales. Y de ahí su éxito. Contenta a todos. Los
homosexuales la adoran, la convierten en su reina, la miman y su imagen, cual
mascarón de proa, es imitada en estereotipos que van desde el decoro a la burda
indecencia. Musa de gays y travestis, en directa competencia con otro físico
rotundo como el de Rocío Jurado. Esta predilección se afirma en la década de
los 60 y 70, cuando se convierte en una señora aparatosa, de generosos
volúmenes, atractivamente fondona. Un monumento, esplendor de las catedrales.
Una belleza pagana envidiada por su imposible asunción.
LA CONSTRUCCION DE UN MITO
Sara Montiel,
señora lista donde las haya, ha sabido siempre nadar entre dos aguas. No
restringir su potencial público. Hace de sus limitaciones, virtudes. Su voz
acazallada, de tonos uniformes, sabe extraer el partido idóneo a las notas de
doble sentido en sus susurrantes cuplés. Picantes, pero no descarados. Mientras
que sus interpretaciones cinematográficas más relevantes inciden en su
caracterización de mujer fatal, pecadora, mujer de mundo, que lleva marcada en
la cara el deseo (esa descastada María Luján de “El último cuplé” cuando murmura
el celebérrimo cuplé: “Fumar es un placer
genial, sensual… (…) Tendida en la chaise longe”), finalmente arrepentida,
castigada con la muerte o el convento (la muerte en vida). Todo placer acarrea
su penitencia –sobre todo en los grises años 50-. Pero, ¡que me quiten lo
bailao!, podrían refutar sus personajes, (y la propia Sara Montiel). Hizo su
fama en papeles fuertes, desgarrados, entregados, en melodramas de rompe y
rasga, pletóricos de tragedia y dramatismo, en folletines indefendibles pero
salvados (redimidos como sus personajes) por su mortal belleza. Resplandeciente
en sus inicios.
Unos comienzos
que casi nadie recuerda. Su debut fue en “Te quiero para mí” (Ladislao Vajda,
1944), con el seudónimo de María Alejandra, rápidamente cambiado por su mánager
Enrique Herreros, donde no sólo perdía el novio, sino que además su “look” de
niña rubia (ella tan morena, tan racial) era impensable. Raudamente transformó
su aire de chica topolino, pero esto no ocurriría hasta “Locura de amor” (Juan
de Orduña, 1948), en su papel de la incitante mora Aldara que hacía perder el
“oremus” al cejijunto Felipe el Hermoso (Fernando Rey). Era entonces una beldad
sana, auténtica, cada día, cada película más sugestiva. Los pómulos se le
perfilaron, la piel era amelocotonada y la boca se le acerezó. Haciendo de
india en “Yuma” (Sam Fuller, 1956) estaba sobresaliente. Cabello mojado, echado
hacia atrás, escote redondo y apto para sumergirse en placeres ocultos. Y su
sonrisa, su risa que mordía, de putilla.
Su coqueteo
suramericano estaba en ciernes y después vendría la aventura norteamericana.
Sólo tres films (“Yuma”, “Veracruz” y “Dos pasiones y un amor”) pero
interesantes. Se estaban construyendo los cimientos de su edificio mítico.
Película a película hasta llegar a la explosión, a “El último cuplé”. 1957. Su
reaparición estelar en España. Esplendorosa. Radiante. Su rol indeleble y
siempre evocado. Amando de cuplé en cuplé, yendo de hombre a hombre,
emborrachándose en un cafetín del puerto y la apoteosis: la muerte en el escenario.
Y a partir de aquí, Sara Montiel cual diosa, repitiendo su papel, sexo y fuego,
placer y penitencia. La anatomía ha cambiado. Menos señalados los pómulos,
menos mestiza, menos arrabalera y más señora. Más muslo y más escote
vertiginoso. Pudo ser la Mae West española y no lo fue. Lástima. Pero
retrocedamos en el tiempo. Regreso al pasado.
ERASE UNA VEZ HACE 60 AÑOS
El origen se
sitúa en 1928, en Campo de Criptana (Ciudad Real), el 10 de marzo. Ese día
nació María Antonia Abad Fernández. Tuvo una infancia difícil pero feliz. Hija
de familia humilde, exenta de educación en las letras. Tempranamente pierde a
su padre (su boca es herencia paterna, afirma) y debe ponerse a trabajar desde
pequeñita. Pasó hambre e iba a la huerta a coger regaliz, higos y raíces. No
por diversión sino como sustento. La dureza forjó su carácter. Dura pero
tierna; arrogante pero sentimental, dicen sus íntimos. Interna en un convento
de dominicas y luego en el Jesús María de Orihuela. Siempre soñó con ser una
gran bailarina –sublimar en el arte las penalidades- y ha confesado que hubiera
sido mejor bailarina que cantante, pero se cruzó en su camino Vicente Casanova,
preboste de Cifesa, a través de uno de los habituales concursos que organizaba
con la intención de revelar nuevos talentos interpretativos. Ocurrió el verano
de 1942. El concurso, que se celebró en el marco de una verbena en el Parque
del Retiro de Valencia, descubrió a una jovencita llamada María Antonia Abad.
Era el principio de una gran carrera. Dos años después debuta en “Te quiero
para mí”. El primer toque de atención fue “Mariona Rebull”. Luego el “Don
Quijote” de Rafael Gil. Después “Locura de amor”, donde da vida con desgarrada
furia a la mora Aldara, cuyos enfrentamientos con Juana la Loca (Aurora
Bautista) son épicos.
Remarcable, sí,
pero cualquier parecido con la explosión de 1957 fue simple coincidencia. Su
sueldo era de 250 pesetas diarias, más dietas, y disponía de una habitación,
compartida con su madre, con derecho a cocina. De ahí al contrato en exclusiva
con Cesáreo González o al contrato que firmó con Benito Perojo (cuatro films y
23 millones de pesetas) el trayecto era largo y sinuoso. Y pasa por Suramérica.
La conquista de las Américas. Entre 1950 y 1956 laboró –y medró – en México, en
cine, televisión y teatro. A destajo. Catorce títulos en jornadas de 10 horas
de trabajo como mínimo. Supondría el germen de su multitudinario éxito
posterior. Y si al hablar de América utilizamos el plural se debe a sus tres
películas norteamericanas. Breve pero enjundiosa aventura.
INTERLUDIO EROTICO – SENTIMENTAL
Si
cinematográficamente su intermedio norteamericano tiene un indudable interés,
casi siempre es realzado por la actriz por su relación con la élite y la fauna
hollywoodense. En las hemerotecas pueden comprobarse las fotos de promoción,
con Sara Montiel al lado de Alfred Hitchcock, César Romero, Nathalie Wood, Tab
Hunter, George Sanders o Marlon Brando, que aterrizaba en su casa a horas
intempestivas a degustar platos culinarios exóticos. De las fotos pasamos a los
amoríos de la actriz, cuya trayectoria erótico-sentimental es ciertamente
azarosa y prolija.
Sara Montiel,
que siempre se ha declarado partidaria del sexo libre, sin ataduras, a la pesca
de los hombres que le gustan, ilustra de esta forma su imagen de devoradora de
hombres. Según confesión propia cumplió casi todos sus deseos, aunque alguna
desilusión ocupa espacio en su bagaje / agenda sentimental. Recordemos primero
sus amores institucionales, es decir, pasados por el cedazo de la vicaría:
Anthony Mann (1957 – 1963), “un hombre culto, delicado y triste” (Montiel dixit), con quién se casó, dicen los
rumores, para aprender cine y a quien confinó durante las pausas del rodaje de
“El último cuplé” a la más vergonzante mudez. Relación que abunda en su atracción
por los hombres mayores: él, 54 años; ella, 26, proseguida en su relación con
Miguel Mihura, que le enseñó tardíamente a leer: él 45 años; ella tenía 16
añitos. León Felipe también se apuntó a la lista, aunque la excepción es su
segundo y postrer marido: Pepe Tous. Indelicada crónica amarilla –sentimental
enriquecida por su “affaire” con Juan Plaza, miembro del PCE, clandestino en el
período, de quien tuvo un hijo sietemesino muerto. No puede decirse, pues que
Sara no ha vivido. Mucho y a tope.
Ya en pleno
apogeo de cotilleo erótico, Sara Montiel ha reivindicado haber mantenido amores
con Ernest Hemingway, de quien destaca su salvaje ternura; Maurice Ronet,
idilio iniciado en “Carmen, la de Ronda” (Tulio Demicheli, 1959), continuado en
el rodaje de “Mi último tango” (L.C. Amadori, 1960); haber pasado una noche de
sexo loco con James Dean, poco antes de su fatídico accidente; con Jorge
Mistral, o con Gary Cooper, que la bautizó como “Montielito”, por quien sentía
atracción física pero no amor (“un contacto físico interesante”), aunque
otras fuentes pasablemente malévolas señalan que fue ella quien le tiró los
tejos y quien le iba detrás, pero él, impertérrito, ni se inmutó. También
encontró tiempo para pasajeros amores misteriosos, como el caballero italiano
que la apodó “pàssero”, de quien se desconoce su identidad. ¿Fantasías o
realidades? ¿Sara, la fantástica? Interrogantes, interrogantes a descifrar, a
descubrir. Las autobiografías acostumbran a ser poco fiables y, además,
curándose en salud, los amantes célebres y famosos de la Montiel están todos
muertos. Y los muertos no hablan. No discrepan ni desmienten. ¿Para cuando un
“biopic” sobre la vida de Sara Montiel? Esperemos un avispado productor que se
atreva al desafío. Naturalmente, en su agenda sentimental hay rechazos: Cesáreo
González, el productor gallego; Glenn Ford (“un cretino integral”, Montiel dixit); Burt
Lancaster, cuyo rechazo fue muto o…
EN EL FONDO DEL ESTRELLATO ESPAÑOL
Finalizada su
estancia en USA, con “Veracruz”, “Yuma” y “Dos pasiones y un amor” en su haber,
regresa a España. Su aliado es el triunfo. Vítores y aclamaciones. “El último
cuplé” estuvo un año ininterrumpido en cartel. Orduña vendió la película por
tres millones de pesetas a Cifesa y recaudó más de 100, reflotando momentáneamente
a la firma valenciana. Significó su lanzamiento como cantante y el inicio de su
listado de títulos cupleteros: canciones, morbo, pasión y la Montiel como
“star” debatiéndose entre amores contrariados, robando hombres, que se repetían
incesantemente. Contrato exclusivo con Suevia Films (Cesáreo González). Ya
podía tocar el cielo con sus manos. El público quería a la Montiel, y los films
se sucedían: “La violetera” (L.C. Amadori, 1958, premio del Sindicato Nacional
del Espectáculo), “Carmen, la de Ronda”, “La bella Lola” (Alfonso Balcázar,
1962), “Samba” (Rafael Gil, 1963), “La reina del Chantercler” (Rafael Gil,
1963), “La dama de Beirut” (Ladislao Vajda, 1965), “La mujer perdida” (T.
Demicheli, 1967)…
Su imagen se
repite insistentemente de un film a otro. Sin mayores variaciones. Siempre es
la perdida, la “otra”. El perfil
izquierdo se eterniza, la nariz es inmejorable y su mirada electrizantemente
castiza. En la década de los 60 la censura rebajó algo su cerrilidad. La
apertura, sin embargo, alcanzó algo mustia a Sara Montiel, aunque todavía tiene
tiempo de derramar sus generosas carnes en desbocados vestidos. No obstante, su
mayor generosidad exhibicionista quedará relegada a sus espectáculos musicales,
que prodigará al abandonar el cine, mientras que serán las páginas ilustradas
de la revista “Interviú” las que desvelarán los secretos que el cine jamás
desveló. Un mito al desnudo. En su ingrato adiós cinematográfico (avistado en
el horizonte el cine de teta y culo), en “Cinco almohadas para una noche”
(Pedro Lazaga, 1973), responde al oficial y otoñal estatuto de seductora, en un
doble papel de madre e hija que aún conserva cartuchos eróticos que quemar,
siempre con la toalla o la sábana a punto de caer pero… Genio y figura hasta el
dorado crepúsculo epidérmico.
¿EL OCASO DE UNA ESTRELLA?
Cuando se mira
en el espejo se gusta. Se encuentra satisfecha de sus 60 años. Muchas mujeres
se cambiarían por ella, pese a que los diez minutos que asegura necesitar para
maquillarse (30 si se pone las medias) suenan a mentira, piadosa, claro, que
son las únicas que se permite. La modestia no figura entre sus virtudes. Cuando
le piden que se defina suelta que, “yo soy actriz, cantante y Sara Montiel, pero a veces
Sara Montiel anula a la actriz y a la cantante. Eso pasa porque Sara Montiel es
muy bella”. Si no se halaga uno a sí mismo ¿quién lo hará?, parece
pensar Sara Montiel. Y bien que hace. Luce con donaire la lencería fina y le
encanta el negro provocador. Quien tuvo retuvo. De María Luján, su emblemático
papel, conserva su capacidad de arrastrar al delirio y a la muerte por amor.
Algún caballero estuvo en un tris de suicidio por un amor no correspondido y
hasta una mujer, la esposa de un diplomático norteamericano, dejó caer
sibilinas insinuaciones. Como comenta la propia Sara: “Una no puede impedir que alguien se
enamore de ti”. Hoy, para la Montiel, el amor ya no es pasión, es
respeto y comprensión. Los años pesan, no los kilos. Sigue alardeando de su
romance con los intelectuales, pero más de una viperina lengua la califica de
despótica, altiva, tosca y carente de elegancia innata. Los que la conocen bien
aseguran que su gran frustración radica en no ser una gran señora.
Vida privada
versus imagen pública. Realidad y ficción se dan con un canto en los dientes. Sara
Montiel representó toda una época del cine español ya fenecido: sus grandezas y
sus servidumbres, lentejuelas y oropel; epítome de estrella “made in Spain”. Su
deseo no recompensado es volver al cine en papeles idóneos a su imagen actual,
de mujer mayor (ya en “Pecado de amor”, 1961, figuraba que tenía una hija de 30
años y se caracterizaba). ¿Pero se imaginan a Sara Montiel de madre de Ana
Belén o interpretando a la Tula de Unamuno? No. La imagen de la Montiel es la
fijada en el celuloide, que es una forma de ser inmortal al alcance de unos
pocos elegidos: la sensual india de “Yuma”, la María Luján de “El último cuplé”
o la de multitud de señoras enjoyadas, abrigadas en magníficos visones,
enseñando muslo y escote en profundidad y rotundidad, boquilla en ristre,
susurrando palabras de amor, de deseo. No es una imagen justa sino justo una
imagen, que diría Jean-Luc Godard. Que este “sex-symbol” autóctono, ese volcán
de turbulencias, se haya convertido en una madraza, en una mujer hogareña que
acuna a sus retoños, ladrada por un caniche, es un riesgo asumido. Sus 60 años
no importan. Es una simple circunstancia. La memoria permite destrozar la más
cruel de las realidades.
LA FOTO CCIX
¡Ay, nuestra Sara...!
(Fotografía de Ibáñez)
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