martes, 20 de enero de 2015

ÉPOCA - 18 de Octubre de 1993 - España


LA VIDA EN ROSA
“Apoyarte me perjudicó en América” reveló
SARA
 a Felipe
Hemos perdido las formas, las maneras, el estilo. La descomposición es total, casi una diarrea. Franco pagaba los servicios prestados dándoles la Cruz de Carlos III o el Lazo de Isabel la Católica, Felipe los despacha con una cena en La Moncloa y trabajos en televisión. Es más efectivo que la condecoración.
Lo último casi parecía una sagrada cena, el presi como todopoderoso. El alabámoste, Felipe en boca, corazón y mente de tanto popular. Un buen cartel, para sí lo querrían los depauperados teatros: desde la siempre espectacular Sara Montiel a la nuevamente cuestionada Concha Velasco, arrecian las críticas a su rentrée televisiva y en el primer programa la prevista audiencia de 7 millones quedó tan sólo en dos. Se entiende con entrevistas –más vista que entre- a doña Pilar de Borbón. Maquina mejor que habla, no pasará a la historia como esta reunión monclovita para agradecerles el puerta a puerta electoralista. Felipe puede desgobernar. Pero es agradecido. Lo demostró con esta insólita reunión. Churras, merinas y pastueños. Del encanto a la desilusión tal si fuesen este país aún llamado España. Sara y Vicente Parra fueron los primerísimos en llegar, entrando en el salón de las columnas casi toparon con Gila. El humorista se extasiaba, tal pareció, no se sabe si ante los lamentos felipistas o con el nirvana de los bonsáis estratégicamente distribuidos y que tan bien le cuida el experto Luís Vallejo. Felipe ya no sabe donde ponerlos, los enanos le desbordan. Un relax mental, el presi necesita estas fugaces evasiones. Todos lo entendieron. Aunque más trabajo les costó digerir el atuendo de doña Carmen, había que verla por más intimidad que tuviese la cosa. Acaso es que los recibían como en su propia casa. Debió de ser eso. Es la única manera de admitir, entender y hasta disculpar la faldita de paño verde casi tobillera, los zapatos – “planos y sin tacón, de lo más informal…”, repetían en su alucine- marrones, el sencillo suéter. Todo muy de andar por casa. Como si recibiesen en zapatillas y el Partido fuese –lo es, lo es, viven de su inagotable teta- la gran familia. Viendo tanta informalidad y que aquello iba de domesticidad planificada, Sara casi respiró: -Menos mal que no he traído el babero, hubiera sido un pase- , se refería al collarón de brillantes y esmeraldas que por su desmesura es conocido como el babero. Suerte, sí, del pijama negro – “Versace, sí, pero discretísimo, chico” –recubierto con chaquetita de gasa transparente. Concha Velasco  podía emparejársele también en negro, acentuando discreción. No era cuestión de pasarse con la presidenta, Carmen es muy sencilla. Todos lo saben. Por eso nada de alardes que puedan malinterpretarse. Los joyones no están bien cuando se da o se recibe limosna. Modestía ante todo. Un uff de alivio se escapó de la descomunal pechuga de Saritísima y de las planicies vallisoletanas de la Velasco. Ojalá no salieran hablando de en Encantada de la vida, ella lo está doblemente con los 240 millones que le paga Antena-3 por un año de contrato. Quién los pillara, me corroe la envidia y no lo disimulo. Tampoco ellas el impacto de cómo vestía la presidenta, todavía hay distancias con la Casa Blanca, entre Carmen y Hillary. Pero no era cuestión de incomodarse. Compartirían con Felipe y Carmen la crema de marisco, la merluza a la vasca -¿o sería bilbaína?, al contármelo no se pusieron de acuerdo, llevaba salsa blanca – y el helado animado con frutas. Un detallazo eso de sacarles champán francés y no cava catalán, las distancias ya van más allá de lo lingüístico y el 15 por ciento. Les quedó claro mientras repasaban la sobriedad casi espartana del salón. “Qué encanto de presidentes, cuánta sencillez, estaban recibiéndolos como en un piso de barriada”. No faltó ni el añadido de los chicos, también bajaron a saludarlos en vaqueros y camisetas, al menor, David, podían haberle preguntado cómo le va con sus estudios de diseño en el Esabe de Barcelona, donde ni siquiera está registrado. A lo mejor Felipe lo mandó de torpedo para sufrir en carne propia la discriminación escolar y la cooficialidad lingüística. Qué no sabrá él, España es su laboratorio, los hijos unos cobayas. Santo – santo, pensaban y casi repetían dentro del silencio reverencial. Sara, of course, llevaba la voz cantane. Por eso era la más de los más. En internacionalidad sólo le igualaban Bosé y Joan Manuel Serrat, lo de Concha es cercanías bien lo sabe ese Vicente Parra efusivamente recibido –su captación es incesante, cuánto trabaja el presidente- como acompañante de Saritísima. Vuelve a ser su chevalier servant ahora que falta el pobre Pepe.


Felipe les convidó en La Moncloa para agradecerles, entre la crema de mariscos y la merluza de la cena, la mano que le echaron en las últimas elecciones. Y allí estaba la Montiel, quejosa de que el apoyo político prestado a los socialistas le perjudicó artísticamente, y los Migueles Gila y Bosé, y Concha Velasco, y Joan Manuel Serrat, entre otros muchos, a la mesa de don Felipe y doña Carmen... Y hasta los chicos bajaron a saludar. 

Un país ingobernable, dijo Felipe
-Bueno, tú has estado aquí antes que yo. Incluso mucho antes que Suárez- evovó Felipe a Saritísima al darle la bienvenida. Cierto, aquello había cambiado mucho desde que en los 60 ella rodó allí un tórrido pasaje de La reina del Chanteclair. Era un enfrentamiento con Ana Mariscal, Sara lo detallaba como si hubiera sido la víspera. Tiene una memoria de lo más cinematográfica, pero qué será. No dejó de chocarle que Felipe estuviera enterado, nada se le escapa. Bendito – bendito. No dejaban de alabarlo incluso con la súbita irrupción de gente tan inesperada como Los Rebeldes, Coque Malla, Ramoncín y Loquillo. Casi los miraron por encima del hombro, hombre… Bien estaba dar las gracias y corresponderles con crema de mariscos y merluza vasca a tanta subida de escaleras. Pero acaso faltaba sutileza en esto de mezclar churras con merinas. Históricos y modernos, todavía hay clases y orden de preferencia. Los nombres aún mandan en los carteles de esta España socialista. La incógnita siguiente estaba en “A ver cómo nos sientan”. A ver. Pero protocolo funcionó como en las películas de Sara o Concha, aquello parecía un rodaje con Felipe de superstar. Hasta se les ocurrió compararlos a Paul Nwman y Joanne Woodward. El, rutilante –“mucho más guapísimo al natural, no sabes”- y Carmen semianónima. A la derecha del astro, una estrella: la Montiel. A su izquierda sin connotaciones partidistas, Concha. Flaqueando a doña Carmen, Miguel Gila en la derecha y Bosé a su izquierda. Llevó la conversación y apenas se extrañó –si acaso se rascó la barba de cuatro días realzada por el cuello abierto sin corbata- cuando Felipe casi les corta la digestión. Todo tenía planificación fílmica, qué no sabrán. Un gag digno de Capra, menudo atraganto. ¡Uff!
-Este país está muy mal. ¡Lo que cuesta gobernarlo!, les soltó Felipe entre crema y merluza, entre su pecho y su espalda. A Sara estuvieron a punto de caérsele los dos colgantes –regalo de Pepe en dos Nocheviejas- que llevaba al cuello, la Velasco sufrió un tintineo en el brillante-penden-tiff. Todo tuvo un relumbre de efectos especiales. Faltaba una buena música para subrayarlo. Jarre o Valgelis, Serrat no estaba para gaitas y apenas abrió la boca cercano a Moncho, el gitano de los boleros –en la Moncloa no discriminan, que se entere Pujolet-, a un Paco Marsó contrastando su traje azul marino con el gris de Parra y el acanalado de Coque Malla. Como en los buenos guiones, Bosé se vió obligado a responder. Subía la tensión. Qué le diría, qué, para estar a la altura:
-Es que este país es la leche. No tiene memoria. Siempre hay que estar recordando el 36, presidente…- , replicó el panameño.
Sara aprovechó para pasarse la servilleta –blanca como el mantel, el posaplatos dorado lanzaba espectaculares relumbres que amortiguaban cualquier alteración racial, están en todo- por la comisura de los labios, suele hacerlo como tic y desahogo cuando no sabe qué hacer o decir. Es para ganar tiempo, no quedó atrás:
-No sabes, Felipe, lo que me ha costado apoyarte. Menudas consecuencias…
-Sí lo sé, sí lo sé -, ¿que no sabrá González siendo el todopoderoso? En el centro de la mesa parecía a punto de darles el pan y el vino, lo del champán era una sorpresa. Una santa cena, lástima de imagen para tranquilizar el país. Con reuniones así no hay miedo a sobresaltos. Felipe, tal si fuera Jesús, vela por nosotros. Pues claro que sabía lo de Sara, no había que recordárselo. Los servicios secretos funcionan incluso en algo tan público como el repudio miamense al puerta a puerta de Sara y Bosé. Ninguno del resto podía ofrecer algo semejante, estaban en la mesa de sacrificio. Proseguía el adorémoste, Felipe. Y hasta lo bendecían con la mirada. Arrobado estaba Coque, embelesado Loquillo, Los Rebeldes sin saber qué decir y Serrat mirando al techo. Quizá lo habían sentado un tanto desplazado para que se sintiera marginado. ¿Sería una velada afrenta a la catalanidad? A saber el otro boicot como plato principal de la conversación:
-Sí, sí, presidente- ¿o le llamaba presi amooor, Sara es muy suya de tanto ser muy nuestra, no supieron o no quisieron aclarármelo. “Ha sido terrible, vaya desquite por estar a tu lado en la campaña. Los cubanos de Miami me anularon dos galas que justo tenía a finales de junio. Y un show en la tele. Para estos conciertos organizados por Gratelli en el Dade Auditorium no se vendió ni una entrada. Dejaron chiquito lo que hicieron con Verónica Castro tras actuar en Cuba. No puedo actuar de nuevo en Miami. Lo mismo se repitió en Los Ángeles y Tejas, aunque allí no hay cubanos. Con lo dispuesta que yo iba a cantarles Piel Canela, más de uno temió que lo soltara durante la sobremesa. Sara no necesita mucho estímulo para darle al último cuplé incluso ahora que está alicaída:
-Lo estoy pasando mal, muy mal, Felipe, no supero lo de Pepe. Me ha partido la vida. Suerte que Zeus ya se ha recuperado. Lo he tenido ocho meses en el siquiatra. No sabes lo que ha sido. Carmen, no sabes. En cuanto a Thais, un amor. Se ha pasado el verano estudiando a Shakespeare. Había días en que se leía hasta 600 -¡seiscientas, dijo, seiscientas!- páginas de su teatro. Estoy deseando que hable con Terenci para que cambien impresiones. Thais es un fenómeno…-, Sara como epicentro. Es lo suyo. La Moncloa tal si fuera el Teatro Victoria donde tanto triunfó. Faltó que la aplaudieran, las miradas de entendimiento iban de Coque Malla –tiene ojitos traidores, son de cuplé. Bosé es su relicario- a Miguel, Miguel Gila como gran momia de la comicidad nacional:
-En noviembre empiezan a emitir la serie que rodé para Televisión Española- anticipaba ya con el ojo medio caído. Marsó y Parra de convidados de piedra. Casi petrificados, marmóreos o berroqueños ante lo que veían. Como en las buenas comedias –había más Paso que Wilde o Coward, España es diferente aunque ya no existan Pirineos- se entendían con la mirada. Hubieran necesitado a Saura para ponerle imágenes, es un experto en retratar ojos. Plasma hasta los pensamientos. Aunque la postura del dúo era evidente:
-A primeros de noviembre marcho a Buenos Aires. Estrenaré una comedia con Mercedes Carrera. Empezamos en Mar de Plata y vuelve Imperio Argentina haciendo el fin de fiesta. La esperan con verdadera impaciencia-, Vicente pone tierra por medio (más bien el Atlántico) en vista de cómo está este país-países. Nada es lo que era.


 JESUS MARIÑAS



EL RECORTE CCIX
Cualquier biografía o reseña de nuestra estrella debe tener en cuenta su lado político. Pues ella siempre se expresó libremente y se situó en el lado izquierdo. Recuerden cómo introducía en los conciertos su mítico polichinela: "haber, los de la derecha...; ahora los de mi izquierda". La revista Penthouse, en su número de Marzo 1988, dedicaba varias páginas a los 60 años de Sara. Hasta en la ilustración que acompaña recogían el lado político de la actriz. 


SARA
“SESENTISIMA”…
Afirma la copla que los rockeros nunca mueren, pero nada menciona de su envejecimiento. Los mitos también cumplen años. Inevitablemente. Sara Montiel cumple 60 años el 10 de marzo de 1988. Fidedignos. Veraces. Nada de imprimir la leyenda porque es más hermosa que la realidad, como se decía en el final de “La muerte de Liberty Balance”, de John Ford. Esto es, nada de partidas de nacimiento falsificadas, ni de DNI trucado atestiguando la fecha de nacimiento en 1933. Sus 60 años son soberbios. Realzados por la excelente conservación de una de las últimas “estrellas”, de uno de los últimos mitos, en el sentido de marcar una época del mundo del espectáculo español. Mito español exportable por antonomasia, cuando en Suramérica (y Cuba) exigían ansiosamente sus películas. Tiempos ya idos. Popular más allá del Pacífico, en la negra noche del franquismo ingresó una apreciable cantidad de divisas en las arcas del Tesoro, aunque sin llegar al extremo de Brigitte Bardot, que generaba más divisas que la Renault, y que simbolizó a la V República hasta recientes fechas, en que fue reemplazada por Catherine Deneuve.
A María Antonia Abad, en arte Sara Montiel, debe agradecérsele que trascendiera la imagen tópica de lo español esparcida en el mundo: la reducción al estereotipo del folklore andalucista (el flamenco, la pandereta y la peineta), a favor de personajes afiebrados, pasionales, de un arquetipo más universal al beber en las fuentes del desaforado melodrama. Como a todas las estrellas en su momento de esplendor, le escribían los papeles a medida. No había sustanciales variaciones en el corte del patrón. Sus conocimientos de las técnicas de iluminación y de maquillaje, aliado a su estatuto de “star”, le permitían imponer al director de fotografía de sus films (de ahí el escándalo que supuso el veto a Jorge Grau y al operador Néstor Almendros, y su sustitución por Luís Marquina y un cámara más dócil, en “Tuset Street”, 1968). El transcurso del tiempo facilitó su endiosamiento y acentuó su condición de hierática esfinge (papeles, interpretación, inmovilidad y la elección del perfil bonito). Políticamente, en cambio, hizo gala de una movilidad que la desmarcaron de colegas folklóricas menos veletas que ella. Frecuentó La Granja en las recepciones de artistas convocados por el general Franco, pero destapó tempranamente su filiación (sentimental, eso sí) socialista de casi toda la vida. Sara Montiel “la roja”. Y  no sólo eso; empezó a presumir de amistad con intelectuales: a la cabecera Pablo Neruda, y a continuación el poeta León Felipe, con idilio de por medio, que en la intimidad la llamaba cariñosamente “Pies bonitos”.
De ahí a echar flores al PSOE en el poder sólo mediaba un paso. Realizado. Hoy puede sorprender a las nuevas generaciones su condición de reconocido “sex symbol”. Lidió con las limitaciones impuestas por la censura y salió medianamente triunfante. Sin enseñar una teta, ocultando las piernas –incluso se llegó a insinuar que las tenía torcidas-, sugiriendo más que mostrando, a través de los ajustes finos de las letras de sus canciones (el legendario cuplé “Fumando espero”, “El relicario”, “Nena”, etcétera) y mediante los ceñidos vestidos –apretados hasta el ahogo en sus mejores instantes- de escotes en abismo a juego con su exultante carnalidad. Seduce a señoras y señores. Era (¿es?) una belleza femenina que no ofende a las mujeres, cautiva a los caballeros y enloquece a los homosexuales. Y de ahí su éxito. Contenta a todos. Los homosexuales la adoran, la convierten en su reina, la miman y su imagen, cual mascarón de proa, es imitada en estereotipos que van desde el decoro a la burda indecencia. Musa de gays y travestis, en directa competencia con otro físico rotundo como el de Rocío Jurado. Esta predilección se afirma en la década de los 60 y 70, cuando se convierte en una señora aparatosa, de generosos volúmenes, atractivamente fondona. Un monumento, esplendor de las catedrales. Una belleza pagana envidiada por su imposible asunción.

LA CONSTRUCCION DE UN MITO
Sara Montiel, señora lista donde las haya, ha sabido siempre nadar entre dos aguas. No restringir su potencial público. Hace de sus limitaciones, virtudes. Su voz acazallada, de tonos uniformes, sabe extraer el partido idóneo a las notas de doble sentido en sus susurrantes cuplés. Picantes, pero no descarados. Mientras que sus interpretaciones cinematográficas más relevantes inciden en su caracterización de mujer fatal, pecadora, mujer de mundo, que lleva marcada en la cara el deseo (esa descastada María Luján de “El último cuplé” cuando murmura el celebérrimo cuplé: “Fumar es un placer genial, sensual… (…) Tendida en la chaise longe”), finalmente arrepentida, castigada con la muerte o el convento (la muerte en vida). Todo placer acarrea su penitencia –sobre todo en los grises años 50-. Pero, ¡que me quiten lo bailao!, podrían refutar sus personajes, (y la propia Sara Montiel). Hizo su fama en papeles fuertes, desgarrados, entregados, en melodramas de rompe y rasga, pletóricos de tragedia y dramatismo, en folletines indefendibles pero salvados (redimidos como sus personajes) por su mortal belleza. Resplandeciente en sus inicios.
Unos comienzos que casi nadie recuerda. Su debut fue en “Te quiero para mí” (Ladislao Vajda, 1944), con el seudónimo de María Alejandra, rápidamente cambiado por su mánager Enrique Herreros, donde no sólo perdía el novio, sino que además su “look” de niña rubia (ella tan morena, tan racial) era impensable. Raudamente transformó su aire de chica topolino, pero esto no ocurriría hasta “Locura de amor” (Juan de Orduña, 1948), en su papel de la incitante mora Aldara que hacía perder el “oremus” al cejijunto Felipe el Hermoso (Fernando Rey). Era entonces una beldad sana, auténtica, cada día, cada película más sugestiva. Los pómulos se le perfilaron, la piel era amelocotonada y la boca se le acerezó. Haciendo de india en “Yuma” (Sam Fuller, 1956) estaba sobresaliente. Cabello mojado, echado hacia atrás, escote redondo y apto para sumergirse en placeres ocultos. Y su sonrisa, su risa que mordía, de putilla.
Su coqueteo suramericano estaba en ciernes y después vendría la aventura norteamericana. Sólo tres films (“Yuma”, “Veracruz” y “Dos pasiones y un amor”) pero interesantes. Se estaban construyendo los cimientos de su edificio mítico. Película a película hasta llegar a la explosión, a “El último cuplé”. 1957. Su reaparición estelar en España. Esplendorosa. Radiante. Su rol indeleble y siempre evocado. Amando de cuplé en cuplé, yendo de hombre a hombre, emborrachándose en un cafetín del puerto y la apoteosis: la muerte en el escenario. Y a partir de aquí, Sara Montiel cual diosa, repitiendo su papel, sexo y fuego, placer y penitencia. La anatomía ha cambiado. Menos señalados los pómulos, menos mestiza, menos arrabalera y más señora. Más muslo y más escote vertiginoso. Pudo ser la Mae West española y no lo fue. Lástima. Pero retrocedamos en el tiempo. Regreso al pasado.


ERASE UNA VEZ HACE 60 AÑOS
El origen se sitúa en 1928, en Campo de Criptana (Ciudad Real), el 10 de marzo. Ese día nació María Antonia Abad Fernández. Tuvo una infancia difícil pero feliz. Hija de familia humilde, exenta de educación en las letras. Tempranamente pierde a su padre (su boca es herencia paterna, afirma) y debe ponerse a trabajar desde pequeñita. Pasó hambre e iba a la huerta a coger regaliz, higos y raíces. No por diversión sino como sustento. La dureza forjó su carácter. Dura pero tierna; arrogante pero sentimental, dicen sus íntimos. Interna en un convento de dominicas y luego en el Jesús María de Orihuela. Siempre soñó con ser una gran bailarina –sublimar en el arte las penalidades- y ha confesado que hubiera sido mejor bailarina que cantante, pero se cruzó en su camino Vicente Casanova, preboste de Cifesa, a través de uno de los habituales concursos que organizaba con la intención de revelar nuevos talentos interpretativos. Ocurrió el verano de 1942. El concurso, que se celebró en el marco de una verbena en el Parque del Retiro de Valencia, descubrió a una jovencita llamada María Antonia Abad. Era el principio de una gran carrera. Dos años después debuta en “Te quiero para mí”. El primer toque de atención fue “Mariona Rebull”. Luego el “Don Quijote” de Rafael Gil. Después “Locura de amor”, donde da vida con desgarrada furia a la mora Aldara, cuyos enfrentamientos con Juana la Loca (Aurora Bautista) son épicos.
Remarcable, sí, pero cualquier parecido con la explosión de 1957 fue simple coincidencia. Su sueldo era de 250 pesetas diarias, más dietas, y disponía de una habitación, compartida con su madre, con derecho a cocina. De ahí al contrato en exclusiva con Cesáreo González o al contrato que firmó con Benito Perojo (cuatro films y 23 millones de pesetas) el trayecto era largo y sinuoso. Y pasa por Suramérica. La conquista de las Américas. Entre 1950 y 1956 laboró –y medró – en México, en cine, televisión y teatro. A destajo. Catorce títulos en jornadas de 10 horas de trabajo como mínimo. Supondría el germen de su multitudinario éxito posterior. Y si al hablar de América utilizamos el plural se debe a sus tres películas norteamericanas. Breve pero enjundiosa aventura.

INTERLUDIO EROTICO – SENTIMENTAL
Si cinematográficamente su intermedio norteamericano tiene un indudable interés, casi siempre es realzado por la actriz por su relación con la élite y la fauna hollywoodense. En las hemerotecas pueden comprobarse las fotos de promoción, con Sara Montiel al lado de Alfred Hitchcock, César Romero, Nathalie Wood, Tab Hunter, George Sanders o Marlon Brando, que aterrizaba en su casa a horas intempestivas a degustar platos culinarios exóticos. De las fotos pasamos a los amoríos de la actriz, cuya trayectoria erótico-sentimental es ciertamente azarosa y prolija.
Sara Montiel, que siempre se ha declarado partidaria del sexo libre, sin ataduras, a la pesca de los hombres que le gustan, ilustra de esta forma su imagen de devoradora de hombres. Según confesión propia cumplió casi todos sus deseos, aunque alguna desilusión ocupa espacio en su bagaje / agenda sentimental. Recordemos primero sus amores institucionales, es decir, pasados por el cedazo de la vicaría: Anthony Mann (1957 – 1963), “un hombre culto, delicado y triste” (Montiel dixit), con quién se casó, dicen los rumores, para aprender cine y a quien confinó durante las pausas del rodaje de “El último cuplé” a la más vergonzante mudez. Relación que abunda en su atracción por los hombres mayores: él, 54 años; ella, 26, proseguida en su relación con Miguel Mihura, que le enseñó tardíamente a leer: él 45 años; ella tenía 16 añitos. León Felipe también se apuntó a la lista, aunque la excepción es su segundo y postrer marido: Pepe Tous. Indelicada crónica amarilla –sentimental enriquecida por su “affaire” con Juan Plaza, miembro del PCE, clandestino en el período, de quien tuvo un hijo sietemesino muerto. No puede decirse, pues que Sara no ha vivido. Mucho y a tope.
Ya en pleno apogeo de cotilleo erótico, Sara Montiel ha reivindicado haber mantenido amores con Ernest Hemingway, de quien destaca su salvaje ternura; Maurice Ronet, idilio iniciado en “Carmen, la de Ronda” (Tulio Demicheli, 1959), continuado en el rodaje de “Mi último tango” (L.C. Amadori, 1960); haber pasado una noche de sexo loco con James Dean, poco antes de su fatídico accidente; con Jorge Mistral, o con Gary Cooper, que la bautizó como “Montielito”, por quien sentía atracción física pero no amor (“un contacto físico interesante”), aunque otras fuentes pasablemente malévolas señalan que fue ella quien le tiró los tejos y quien le iba detrás, pero él, impertérrito, ni se inmutó. También encontró tiempo para pasajeros amores misteriosos, como el caballero italiano que la apodó “pàssero”, de quien se desconoce su identidad. ¿Fantasías o realidades? ¿Sara, la fantástica? Interrogantes, interrogantes a descifrar, a descubrir. Las autobiografías acostumbran a ser poco fiables y, además, curándose en salud, los amantes célebres y famosos de la Montiel están todos muertos. Y los muertos no hablan. No discrepan ni desmienten. ¿Para cuando un “biopic” sobre la vida de Sara Montiel? Esperemos un avispado productor que se atreva al desafío. Naturalmente, en su agenda sentimental hay rechazos: Cesáreo González, el productor gallego; Glenn Ford (“un cretino integral”, Montiel dixit); Burt Lancaster, cuyo rechazo fue muto o…

EN EL FONDO DEL ESTRELLATO ESPAÑOL
Finalizada su estancia en USA, con “Veracruz”, “Yuma” y “Dos pasiones y un amor” en su haber, regresa a España. Su aliado es el triunfo. Vítores y aclamaciones. “El último cuplé” estuvo un año ininterrumpido en cartel. Orduña vendió la película por tres millones de pesetas a Cifesa y recaudó más de 100, reflotando momentáneamente a la firma valenciana. Significó su lanzamiento como cantante y el inicio de su listado de títulos cupleteros: canciones, morbo, pasión y la Montiel como “star” debatiéndose entre amores contrariados, robando hombres, que se repetían incesantemente. Contrato exclusivo con Suevia Films (Cesáreo González). Ya podía tocar el cielo con sus manos. El público quería a la Montiel, y los films se sucedían: “La violetera” (L.C. Amadori, 1958, premio del Sindicato Nacional del Espectáculo), “Carmen, la de Ronda”, “La bella Lola” (Alfonso Balcázar, 1962), “Samba” (Rafael Gil, 1963), “La reina del Chantercler” (Rafael Gil, 1963), “La dama de Beirut” (Ladislao Vajda, 1965), “La mujer perdida” (T. Demicheli, 1967)…
Su imagen se repite insistentemente de un film a otro. Sin mayores variaciones. Siempre es la perdida, la “otra”. El perfil izquierdo se eterniza, la nariz es inmejorable y su mirada electrizantemente castiza. En la década de los 60 la censura rebajó algo su cerrilidad. La apertura, sin embargo, alcanzó algo mustia a Sara Montiel, aunque todavía tiene tiempo de derramar sus generosas carnes en desbocados vestidos. No obstante, su mayor generosidad exhibicionista quedará relegada a sus espectáculos musicales, que prodigará al abandonar el cine, mientras que serán las páginas ilustradas de la revista “Interviú” las que desvelarán los secretos que el cine jamás desveló. Un mito al desnudo. En su ingrato adiós cinematográfico (avistado en el horizonte el cine de teta y culo), en “Cinco almohadas para una noche” (Pedro Lazaga, 1973), responde al oficial y otoñal estatuto de seductora, en un doble papel de madre e hija que aún conserva cartuchos eróticos que quemar, siempre con la toalla o la sábana a punto de caer pero… Genio y figura hasta el dorado crepúsculo epidérmico.

¿EL OCASO DE UNA ESTRELLA?
Cuando se mira en el espejo se gusta. Se encuentra satisfecha de sus 60 años. Muchas mujeres se cambiarían por ella, pese a que los diez minutos que asegura necesitar para maquillarse (30 si se pone las medias) suenan a mentira, piadosa, claro, que son las únicas que se permite. La modestia no figura entre sus virtudes. Cuando le piden que se defina suelta que, “yo soy actriz, cantante y Sara Montiel, pero a veces Sara Montiel anula a la actriz y a la cantante. Eso pasa porque Sara Montiel es muy bella”. Si no se halaga uno a sí mismo ¿quién lo hará?, parece pensar Sara Montiel. Y bien que hace. Luce con donaire la lencería fina y le encanta el negro provocador. Quien tuvo retuvo. De María Luján, su emblemático papel, conserva su capacidad de arrastrar al delirio y a la muerte por amor. Algún caballero estuvo en un tris de suicidio por un amor no correspondido y hasta una mujer, la esposa de un diplomático norteamericano, dejó caer sibilinas insinuaciones. Como comenta la propia Sara: “Una no puede impedir que alguien se enamore de ti”. Hoy, para la Montiel, el amor ya no es pasión, es respeto y comprensión. Los años pesan, no los kilos. Sigue alardeando de su romance con los intelectuales, pero más de una viperina lengua la califica de despótica, altiva, tosca y carente de elegancia innata. Los que la conocen bien aseguran que su gran frustración radica en no ser una gran señora.
Vida privada versus imagen pública. Realidad y ficción se dan con un canto en los dientes. Sara Montiel representó toda una época del cine español ya fenecido: sus grandezas y sus servidumbres, lentejuelas y oropel; epítome de estrella “made in Spain”. Su deseo no recompensado es volver al cine en papeles idóneos a su imagen actual, de mujer mayor (ya en “Pecado de amor”, 1961, figuraba que tenía una hija de 30 años y se caracterizaba). ¿Pero se imaginan a Sara Montiel de madre de Ana Belén o interpretando a la Tula de Unamuno? No. La imagen de la Montiel es la fijada en el celuloide, que es una forma de ser inmortal al alcance de unos pocos elegidos: la sensual india de “Yuma”, la María Luján de “El último cuplé” o la de multitud de señoras enjoyadas, abrigadas en magníficos visones, enseñando muslo y escote en profundidad y rotundidad, boquilla en ristre, susurrando palabras de amor, de deseo. No es una imagen justa sino justo una imagen, que diría Jean-Luc Godard. Que este “sex-symbol” autóctono, ese volcán de turbulencias, se haya convertido en una madraza, en una mujer hogareña que acuna a sus retoños, ladrada por un caniche, es un riesgo asumido. Sus 60 años no importan. Es una simple circunstancia. La memoria permite destrozar la más cruel de las realidades.


LA FOTO CCIX


¡Ay, nuestra Sara...!
 (Fotografía de Ibáñez)

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